Me ha costado confiar en las plataformas digitales que han pretendido sustituir al teatro en épocas de pandemia. Y no porque sea renuente a los cambios tecnológicos, sino por pleno convencimiento de que la experiencia personal y viva del teatro solo se consigue cuando se está frente a frente con el hecho virtual y al mismo tiempo actual. Sin embargo, he de reconocer que me quedé conmovido al asistir a la obra dirigida por Carolina Román, Juguetes rotos a pesar de lo fría que puede resultar una pantalla.
Nacho Guerreros y Kike Guaza son dos actores españoles que me han hecho recordar que el teatro todavía puede ser posible, con toda la ternura que desbordan sus personajes, capaces de atravesar la fría cortina del computador y llegar con sus actuaciones espontáneas y llenas de detalles al corazón mismo de los espectadores.
La obra se llama Juguetes rotos y nos presenta la historia «de un tío» que al abandonar su pueblo mojigato para ir a la ciudad de Barcelona encuentra su libertad y, aunque sea tarde, decide ser quien su corazón le dice que debe ser.
Aunque al principio me costó acostumbrarme a las interferencias tecnológicas, a las deficiencias de los medios y a los regionalismos expresados con extrema rapidez, pronto me sobrepuse ante escenas tan bien logradas. Un escenario minimalista y cierre liberador en el que, mediante el simbólico acto de sacar de su encierro a unos pájaros, el personaje se libera a sí mismo.
Juguetes rotos es algo mucho más grande que «una puesta en escena gay» y algo más que activismo de colores: es profundizar en la médula misma del ser en constante búsqueda de su identidad.
Ciertamente que la puesta en escena en plataforma digital termina siendo un objeto que se vale de un elemental lenguaje cinematográfico y lo convierte en un producto a mitad de camino entre teatro y cine. Lo valioso de esta pieza en particular es que no pierde su teatralidad a pesar de las barreras, sino más bien parece aprovechar los recursos del lenguaje de planos para acentuarla.
Cabe, en todo caso, plantearse la reflexión de que, si el teatro invade los espacios digitales, ¿es probable que pueda perder su teatralidad o convertirse en un producto audiovisual? Hay una gran diferencia entre la imagen fija presencial que ofrece el teatro y la imagen fija que ofrece una cámara. La cámara jamás podrá transportar el cúmulo de energía que el actor de teatro transmite en la sala, porque si bien el teatro no cuenta con el lenguaje de planos del cine, la actuación se salva gracias a la teatralidad. La actuación de cine, por el contrario, tiene una serie de aditamentos que la hacen prescindir de lo extracotidiano. Los acercamientos, los movimientos de cámara y los trucos de edición suplen en gran medida esta teatralidad; mas, por el contrario, la teatralidad en cámara puede parecer irreal y romper con el sentido de verosimilitud.
Quizá la clave para que estos híbridos experimentales sean exitosos consista en tomar lo mejor de los dos mundos: primero, que el actor no pierda su teatralidad; y segundo, que el lenguaje del cine sea invasivo solo en la medida que sea necesario. Manejar el justo medio probablemente será el reto al que se enfrenten los directores, actores, realizadores y camarógrafos para aventurarse en esta aventura que se nos viene encima.
[Foto de portada: Producciones Rokambolescas]
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