La música, como la poesía, aborda la tragedia. Pero es tan inmenso el poder que a esta otorgan armonía, tonos y sonidos, que el dolor pareciera esfumarse. A pesar del contenido, quienes escuchan una pieza musical se entregan como víctimas, muchas veces sin cavilar que detrás de la melodía yacen grandes angustias.
Aquellos que escuchan una canción donde música y poesía se abrazan, no necesariamente se evaden, más bien se rinden a una experiencia estética en la que voluntad y razón se anulan. La melodía le gana al verso y a la carga de dolor que este posee. Así, a principios del siglo XX, Alfredo Le Pera compuso lo que nadie quería escuchar:
Sentir que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada,
que febril la mirada
errante en la sombras
te busca y te nombra.
Vivir con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.
En estos versos se fijan lugares comunes: el paso del tiempo y la certeza de que el transcurso de la vida aleja al hombre del pañal y lo acerca a la mortaja. Siguiendo la huella de Quevedo, Le Pera plasma las grandes angustias del hombre: pasado y futuro, el advertimiento versus la diversión, apariencia y realidad, lo de adentro y lo de afuera.
Carlos Gardel musicalizó estos versos y su melodía lo envuelve y abarca todo. El artificio de la canción, a diferencia de aquellos usados por la poesía, consiste en enmascarar y dosificar la desesperanza, los amores traicionados, y hacerlos asimilables al público que tolera el mensaje sin sentir que le están dando un golpe de costado. A pesar de la tristeza que carga, una canción de José Alfredo Jiménez es escuchada por millones de personas; no estamos seguros de que suceda lo mismo con un poema de Neruda.
¿Cómo y dónde nació la canción? La historia apunta a la Alemania del siglo XIX. El lied o lieder, como se le llamó entonces, estuvo inevitablemente ligado a la aparición del piano a partir del modelo de Bartolomeo Cristofori —la orquesta reducida a ochenta y ocho teclas— y su incorporación a los hogares de la nueva clase media de la Europa romántica.
Yendo un poco más atrás, con la invención de la ópera en la Florencia renacentista, la música vocal se trasladó, en gran medida, del altar al escenario. Para escuchar a alguien cantar, el público debía asistir a la catedral o al teatro. Sucedió entonces que en el Romanticismo y con la llegada del piano, la música se situó en la sala de visitas y hasta en el comedor. Se sabe que Chopin, por su excesiva timidez, apenas dio alrededor de treinta conciertos en público pero ofreció muchísimos más en reuniones entre amigos.
Con el piano en casa, el lied, despojado de los grandes atuendos o de la liturgia —Eurídice y don Giovanni debían vestir elaboradísimos trajes en la ópera— no pretendía enviar mensajes trascendentes. Buscaba, más bien, hablarle íntimamente al público reducido a pequeños espacios o al grupo de amigos reunidos en las tertulias. De modo que ya no eran Orfeo, ni Dios ni los grandes personajes de Mozart quienes cantaban: era el cantante que transmitía mensajes cotidianos y para entablar relación con el público ya no dependía del cielo o del Olimpo.
En la canción, el personaje es el cantante, de modo que separado de la ficción, el que cantaba un lied se enfrentaba a la difícil tarea de conectarse al público a través de gestos y grandes interpretaciones, pues sus palabras provenían de situaciones y personajes de carne y hueso, lo cual era nuevo para un público acostumbrado a las grandes ficciones. Franz Schubert y Robert Schumann fueron, entre otros, los precursores del lied. Los lieder de Schubert casi siempre eran cantados en casa y por eso a las reuniones en que se cantaban se les llamaba «Schubertiadas».
¿Cómo llegó la canción a Hispanoamérica? Desde su aparición, la Leyenda Negra ha ensombrecido a España. A la patria de los descubridores y conquistadores no se le reconoce que es también la patria de Cervantes, Quevedo, Velásquez, Murillo, Albéniz, Tárrega, Falla y Rodrigo, y que sus movimientos artísticos son afines a los del resto de Europa: Barroco, Ilustración, Romanticismo, Modernismo, Postmodenismo, Vanguardia, etcétera.
La patria de Pizarro ha sido históricamente una patria que canta. No necesitó —los historiadores musicales han sido injustos al no reconocer a España como una de las grandes o quizá la gran precursora del género— esperar varios siglos, inventar la ópera, ser víctima de los enredos de los años o alzarse con la monarquía del piano para «inventar» lo que para ellos era cosa de todos los días.
Tanto en la España medieval como en la renacentista y barroca, el cantante se encontraba en las calles o caminos y para escuchar su canto, teñido por el amor cortés, no era necesario ir al teatro. Basta recordar que después de ser derrotado por el Caballero de los Espejos, don Quijote decide llevar una vida pastoril y cantar endechas.
En su expansión por el Nuevo Mundo, los conquistadores no solo trajeron consigo la espada, el caballo, el perro de asalto y el arcabuz. Provenientes en su mayoría de Andalucía, Castilla y Extremadura, donde nació una gran élite musical, los conquistadores también trajeron el canto popular. Para evitar motines en las carabelas, la Corona prohibió los naipes pero no la vigüela, precursora de la guitarra y más pequeña que esta, como se lee en algunas crónicas. No se ha podido comprobar, pero quizá haya sido este el instrumento responsable de llevar el canto popular al Nuevo Mundo, pues si había una vigüela, por fuerza debía haber un cantante. Imposible no imaginar a Hernán Cortés cantando un villancico mientras planeaba el asedio a Tenochtitlán.
Ya en la Colonia, del tango de España y los ritmos de Cuba nació la habanera. Hoy se cree que es una forma musical inventada por Georges Bizet creada para Carmen, su famoso personaje que canta la habanera más conocida fuera del ámbito hispanohablante: L’amourest un oiseau rebelle. Sin embargo, para nosotros —españoles e hispanoamericanos— la habanera por excelencia es La paloma, de Sebastián de Iradier, cuya habanera El arreglito fue fuente y base musical para la de Bizet.
Lo mismo sucede con el bolero, proveniente de la seguidilla que a un holandés o un alemán común —no digamos a un francés— no lo remite a Andalucía sino a Francia, por Bolero, la pieza de Ravel inspirada en Iberia, suite para piano de Isaac Albéniz.
Así llega, se gesta y desarrolla la canción hispanoamericana. Si hablamos de transatlanticismo —moda académica que aún no estudia la música como parte esencial de la fusión de dos mundos—, tanto la península como América se han beneficiado de ese encuentro al que la historia solo le ha visto la sangre.
Pero la vida es una incesante paradoja, y sin la Conquista, Hispanoamérica no cantaría hoy habaneras, tangos, baladas ni boleros. Como compuesto para esta sociedad que ha perdido el alma, en la que los hombres buscan el placer inmediato y han cosificado a la mujer —convirtiéndola en un objeto sexual a merced de su lascivia, de la lujuria y el ansia de dinero de las compañías disqueras, los raperos y los reggaetoneros— se cierne sobre esta era de horror y de sombras un bolero —muy quevediano, por cierto— que es joya y a la vez lección acerca de cómo tratar a la mujer, más cuando esta aún entiende que las cenizas, hechas de amor, «serán cenizas, mas tendrá sentido;/polvo serán, mas polvo enamorado». Este bolero hace parejas con el pensamiento de Séneca, quien decía que hemos de decir siempre lo que sentimos y sentir lo que decimos. Roberto Cantoral lo sintió y lo dijo así en La barca (1957):
Dicen que la distancia es el olvido,
pero yo no concibo esa razón,
porque yo seguiré siendo el cautivo,
de los caprichos de tu corazón
Supiste esclarecer mis pensamientos.
Me diste la verdad que yo soñé,
ahuyentaste de mí los sufrimientos
en la primera noche que te amé.
Hoy mi playa se viste de amargura
porque tu barca tiene que partir,
a cruzar otros mares de locura;
cuida que no naufrague tu vivir.
Cuando la luz del sol se esté apagando
y te sientas cansada de vagar,
piensa que yo por ti estaré esperando
hasta que tú decidas regresar.
†
¿Quién es Roberto Carlos Pérez?
Comparto tu amor por la música. Disfruté mucho al leer tu artículo. ¡Felicidades, Roberto Carlos!