Vivimos en un tiempo que exalta el propósito y la meta. Todo lo bueno sucede en el futuro: un mejor trabajo, la consecución de los anhelos, un automóvil más lujoso, bajar de peso, mejorar la salud…
Se multiplican los gurús del éxito que imparten cursos y conferencias. Abundan los textos de autoayuda con narrativas mediocres y argumentos simplistas, todos elaborados con el mismo molde para alimentar el hambre de estatus, el ansia de la ostentación, la ilusión de la eficiencia y, además, sin proponer demasiado, construidos como con trocitos, para que cualquiera pueda entender los dos o tres consejos de pacotilla que contienen y luego seguirlos como una receta: ¿A cuántos de ustedes les han robado su queso? ¿Cuáles son tus zonas erróneas? ¿Qué océano azul no estás viendo? ¿Lo que estás haciendo en este momento es crucialmente importante?
Cuando debo enfrentarme a alguno de estos textos no puedo sino esbozar una contenida sonrisa. Claro que algún buen consejo tendrán, pero aplicarlo a la vida exige mayor complejidad. El éxito, para quien lo persigue, es con frecuencia una mezcla de buenas acciones y de relaciones adecuadas, pero también —hay que decirlo— de riesgo, de aventura y de azar. O de una buena herencia, por qué no.
Pero si me he detenido en este tema que generalmente no ocupa mi atención es porque considero que esta visión facilona del mundo ha insertado en la gente una fe muy ciega que siempre ocurre en las cosas por venir. Y porque la pandemia que estamos viviendo derrumba de una manera muy concreta semejante forma de estar en el mundo.
A mí me ocurre que, dado como soy a imaginar escenarios atroces o contradictorios, alguna vez pensé que en mi vida podría presenciar un gran conflicto bélico, una crisis económica de graves repercusiones o un terremoto (algo que es casi seguro porque vivo en una zona altamente sísmica), pero la idea de una epidemia nunca me pasó por la mente. Por el contrario, pensaba en las pestes como algo casi medieval, algo que no podría ocurrir dados los avances científicos de nuestro tiempo (iluso de mí).
Y miren ustedes en qué hemos parado. Acá estamos sobreviviendo, viendo cómo la muerte se posa sobre el mundo entero, entre brotes y rebrotes como si fuera un vicio o un mal pensamiento. No obstante, a mí me parece que de todo se puede obtener una enseñanza, algo bueno (vean además cómo también podría ocupar las horas construyendo textos de autoayuda). Perdonen que utilice una frase que suele caerse a pedazos frente a la realidad: ¿Sacar algo bueno de todo? Ciertamente no, pero la frase me sirve de manera retórica.
Pues si algo bueno podemos sacar de todo esto es no confiar demasiado en el futuro porque, para empezar, nada nos asegura que estaremos acá mañana; pero sobre todo porque en el futuro no siempre se concretan nuestros sueños y porque por pensar en lo que no tenemos podemos olvidarnos de lo que está a nuestro alcance: ser creativos, aventureros, tomar un buen vino o un buen café, leer un gran libro o escribirlo, soñar despiertos, amar, correr riesgos, construir una memoria amable para los días tristes.
Ya nos advertía Cavafis, el gran poeta de Alejandría, que no es tan importante llegar a Ítaca sino la experiencia del viaje y la voluntad que nos impulsa. Pero hoy lo quiero refrendar como si esto fuera un texto de autoayuda: No vaya a ser que de tanto enfocarnos en la meta nos perdamos el camino. No vaya a ser que por pensar tanto en el futuro nos olvidemos de vivir.
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Hacía un tiempo que no leía a Eduardo Villalobos (deserté de Facebook desde hace un buen rato). Puedo decir, porque conozco un poco a Eduardo (con quien he reído, he coincidido, he discrepado e incluso le he colgado el teléfono), que estas palabras han salido desde lo más profundo de la sinceridad de su a menudo preocupado corazón. Hoy, Eduardo, estoy totalmente de acuerdo con vos, aunque quizás yo sea todavía menos magnánimo con los libros de autoayuda y los sofismas de la pseudociencia de la dianética. En cuanto al futuro y una fe ciega en él, puedo decir que quizás en más de una ocasión le dije a Eduardo que si una fe es ciega no es fe en absoluto, lo cual les sonará contradictorio a quienes cifran su esperanza en la credulidad y no en la certeza que da el conocimiento profundo. De hecho, Eduardo me ha oído decir (y quizás le ha causado asombro aunque no me lo haya dicho) que aquello que los maestros religiosos llaman fe dista mucho de la definición de fe más antigua que existe en relación con lo que se suele nombrar el «pensamiento judeocristiano», a saber: «La fe es la certeza de que sucederá lo que se espera, la prueba convincente de que existen realidades que no se ven». Esta definición dista de la credulidad ciega en por lo menos dos sentidos: 1) se basa en «prueba convincente», no en emocionalismo vacío y 2) no descarta la existencia de un camino espinoso, tortuoso y árido que conduzca hacia la obtención de lo que se espera (nótese este verbo afín a la «esperanza»). (Continúa…)
(Continuación…) Por otra parte, en el mismo libro del cual he extraído esta definición escrita aproximadamente en el año 61 de nuestra era (Hebreos 11:1), se halla otra declaración que concuerda exactamente con el espíritu de este magnífico artículo basado en la objetiva y franca reflexión, y es esta: «Y algo más he visto bajo el sol: que los veloces no siempre ganan la carrera, ni los poderosos ganan siempre la batalla, ni los sabios tienen siempre alimento, ni los inteligentes tienen siempre riquezas, ni siempre les va bien a los que tienen conocimiento, ya que a todos les llega algún mal momento y algún suceso imprevisto. Y es que el hombre no sabe su hora. Así como los peces son capturados en una red mortal y los pájaros en una trampa, los hijos de los hombres son atrapados en un tiempo de desastre, cuando este les llega de repente» (Salomón, en Eclesiastés cap. 9; escrito hace 3,000 años). Me parece que una visión realista de las cosas siempre ha estado a la mano de todos, incluso de aquellos que han evadido la realidad tratando de hacer creer a los demás que la humanidad puede resolver todos sus problemas con solo desearlo. Te mando un abrazo libre de covid-19, Eduardo. JSC