Nuestra corporalidad y la verdadera grandeza


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalHace un tiempo escuché la ponencia de una escritora mexicana que abordaba el tema de lo «monstruoso» en la corporalidad femenina. Lo que más me llamó la atención fue la parte en la que discutió cómo las mujeres muchas veces nos vemos al espejo con el único propósito de buscar lo que consideramos nuestros más abominables defectos.

Una vez que abandonamos el espejo, en muchas ocasiones se produce un rechazo con nuestro propio reflejo y buscamos atuendos y recursos específicos con o sin miedo de tapar, esconder o suavizar esos defectos que nos atormentan en lo profundo. En esa monstruosidad de lo estéticamente correcto se elabora como artificio la perfección simbólica, que no es más que el artilugio con el que quedan al descubierto las cenizas de nuestra verdadera grandeza.

Es un sacrificio humano y hasta psíquico meterle al cuerpo y al espíritu toda clase de veneno: bótox, silicona, bisturíes, químicos para el cuero cabelludo… muchos tipos de sustancias y procedimientos invasivos con efectos inmediatos dolorosos y muchas complicaciones a futuro.

A propósito de la monstruosidad en la corporalidad femenina, existe una telenovela colombiana titulada Sin tetas no hay paraíso. Muchos la habrán visto. El punto es que la telenovela abordaba el tema de la corporalidad: el punto de inflexión del personaje principal empezaba justamente cuando le ofrecían, por segunda vez, unos implantes de senos. Después de las peripecias y de lecciones duras, la víctima construyó una reflexión sobre la causa y el efecto de su transformación, las dimensiones de la corporalidad para un fin específico. Una mujer convertida en objeto cuya condición fue totalmente violentada por su entorno inmediato.

El arrastre de estas prácticas —socialmente legitimadas para buscar esa perfección absurda— conllevan un compromiso desgastante con nuestra propia gama de inseguridades. Mujeres que aun después de sus jornadas laborales «no deben» quitarse los zapatos de punta fina, las pestañas, la base facial, el lápiz labial, la faja para meter panza, los aretes, la peluca, el peinado… en fin: hay formas de vida que han superado estos viejos esquemas.

Algunas mujeres vuelven a sus casas y se quitan los disfraces: se vuelven a ver al espejo y, según como vayan enfrentando su propio camino, decidirán o no buscar los puntos negros en las hojas blancas de sus representaciones. Puntos de inflexión. El amor propio es un bálsamo efímero que no se queda tanto tiempo en las entrañas. Debemos mejorar —sí, desde adentro— para crear una realidad justa, pero sin el desgaste y sin la preocupación de la mirada ajena. No hay que dejarse hundir por la corporalidad distorsionada de muchas mujeres —muy común en redes sociales— que contaminan los procesos de revitalización de las que son reales, las de carne y hueso, las que no tienen filtro y que son la mayoría.

Nada mejor que el alivio de reconciliarse con lo que hay: la altura, el peso, las arrugas, la celulitis, los padecimientos crónicos, la piel reseca, la caída del cabello… en fin: todas las muestras fehacientes del paso del tiempo en nuestros organismos y de nuestra condición fugaz, pero además milagrosa. Verse al espejo y honrar cada parte viva y también cada parte muerta; eso que alguna vez estuvo ahí pero ya no está (y está bien).

Ver todas las publicaciones de Elizabeth Jiménez Núñez en (Casi) literal

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

5 / 5. 7


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior