El descenso es ese espacio en que si se tiene suerte (repito: si se tiene suerte, estrella de la buena fortuna o ángel) se contempla al Lucero del Alba. Pienso en el descenso de Dante al infierno o en los antiguos “sueños de anabasis”. En las almas (ahora mentes) viajeras. Cada quien hace su viaje en la dirección que escoge: arriba, abajo, izquierda, derecha, al centro y pa’ dentro. Me imagino a estos muchachos o muchachas que se aburren con solo leer el nombre de Dante o Virgilio. Les parece que todo lo que hacen es nuevo… y cuánto de lo que piensan, repiten o hacen se “inventó” en Grecia. Quizá los griegos lo robaron de Oriente. Se requiere humildad para leer a Horacio y reconocer tanto. Ante las Nicaraguas en conflicto: las populares, las aburridas, las snobistas, “las normales”, las reales versus las caricaturas primermundistas del trópico, soñadas o ideales, conviene recordarlo.
El descenso es la curva inesperada de un cometa; el cambio de planes a último momento. Es ese lugar donde reina el brillo absoluto de la ambición en ciernes y obstinada. Es la punta fina del diamante. Es la punta invertida de la extremidad cónica. Es ese lugar donde se trama la ruta a escondidas en el inexistente silencio que puede ofrecer una habitación disponible para el descanso de una soledad particular. Quizá el silencio sea esa aspiración en donde los imperceptibles sonidos del mundo confluyen al unísono (aún en los extremos de la montaña escucho el pulso, el circular sanguíneo), ese milímetro de segundo en que todo marcha a un solo ritmo. Solo en ese punto del espacio se puede apreciar el extremo contrario: sus ribetes y accidentes. A algunos les produce vértigo y se pausan para no marearse. Hay algo de seductor en el descenso. El costo del astro obtenido es carísimo. Es una cuenta más de ese collar único que vamos tejiendo hacia la muerte. Un collar como esos cordones de luces redondas y amarillas y uno va saltando de una en una, y lo que cuesta obtener cada bombilla, cada perla. ¿Lo que nos cuesta fabricar cada una de las mismas? El descenso presenta dos movimientos por excelencia: conocerte y desconocerte. Ambas acciones son indisolubles y necesarias. Solo una conduce a la otra. En ese transcurso pienso en el sin sentido del fin de año. Esa manera rara de medir y cortar el tiempo en pedazos y no verlo como un todo: como si ‘todo’, absolutamente ‘todo’ hubiese pasado al mismo tiempo y siempre ‘he sido’ desde el útero hasta la fosa, simultáneamente sin cambio alguno. Como cuando llega esa etapa en la vida en que uno descubre que el silencio es un “estado ideal” y no una realidad: que es inalcanzable físicamente. El descenso es la extraña música de mis órganos a su velocidad natural. Es la paz y la quietud de lo posible, de lo dado y todavía no asumido. Es la vía láctea desordenada, antojadiza y caótica. Es ese instante cuando deseo y sueño se contradicen y sin embargo los sentidos no pueden avanzar sin lenguaje en movimiento: dos palabras se cruzan y de ellas nace un mundo. El descenso es la negación de ‘lo otro’, es el fuego abrazado de ambos luchando por eliminarse mutuamente.
El descenso es descubrirte máquina y pensar en programarte escribiendo “felicidad” en tus paredes porque el pensamiento influye también en las plantas.
El descenso es encontrarte cara a cara, frente a frente con Faetón, Prometeo e Ícaro; de las amplias puertas salen ellos a recibirte y darte palmadas en la espalda y decirte: Bienvenida, te estábamos esperando.
El descenso empieza a ser ascenso cuando ambos se funden y despegar se hace un cielo infinito. La mirada se abre y se despliega en el plano, en el lienzo hasta el fin de los tiempos. Aquí vamos otra vez.
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