Este sendero
ya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo
Un viejo japonés recorre un camino desgastado por el tiempo y por los días. No viaja solo. Cada árbol, cada vuelo desorbitado de una mariposa transparente, cada gota resbalada, cada rama de bambú, el azote insolente del cierzo y de la brisa, el canto del monje budista a la distancia y algún haikai perdido entre las ramas, despiertan su sentido poético. Es que Basho es poeta.
La literatura de viajes es un género que siempre me ha gustado. Grandes libros son de este género: Desde el lago del cielo, de Vikram Seth, En el gallo de hierro, de Paul Theroux, En viaje, de Bioy, Los autonautas de la cosmopista, del querido Julio, y este librito.
Matsuo Basho nació en 1644. Murió probablemente de disentería en 1694. En ese espacio se las arregló para consolidar su obra, la más grande, la más clásica de los poetas japoneses. Los grandes escritores nipones, Oé, Kabawata, Mishima, son deudores de Basho.
Este diario es en realidad una bitácora poética. Basho y Sora van caminando, nada más, por los caminos rurales de Japón. Ambos componen los renga, que son poemas colectivos. Los seudo-poetas de vanguardia no han inventado nada.
Como en toda tradición el arte es puro lenguaje, siempre he sentido que Basho es un poeta auténtico. Nada más hay que comprender la capacidad de abstracción que supone escribir un renga, un haikai, o un haikú. No son enormes poemas épicos como los de Kipling; no hay amor explícito como en Residencia en la tierra, es Basho, a pie, entre los senderos de los campos de arroz.
El método de Basho es simple: llega a un lugar, su inocencia poética se desata, describe el lugar con las palabras más bellas que el japonés pudo encontrar y luego escribe un haikai.
En su edición, Octavio Paz y Eikichi Hayashiya «advirtieron» a los lectores que Sendas de Oku, era la primera edición de la obra en una lengua occidental. Nadie hizo caso. Hasta ahora me ha sido imposible encontrar el libro en físico. Algún buen samaritano, sin embargo, escaneó la obra y por eso la conocí.
Debo agradecer tantas cosas en la vida: la poesía de Basho, mi amor por lo japonés y mi indiferencia ante el anime, los poemas de Elytis, la traducción de este libro y mi ignorancia del japonés.
Octavio Paz se maravilla de la poesía de Basho. Dice: «Aclaro: son los lectores, somos nosotros —atareados, excitados, descoyuntados— los que ganamos con su lectura; su poesía es un verdadero calmante, aunque la suya sea una calma que no se parece ni al letargo de la droga ni a la modorra de la digestión.»
Como siempre, dejaré que usted juzgue con sus propios ojos. He aquí el gran Basho:
A campo traviesa en Nasu
Tengo un conocido en un sitio llamado Kurobane, en Nasu. Por buscarlo, atravesé en línea recta los campos en lugar de ir por los senderos. A lo lejos se veía un pueblo pero de pronto empezó a llover y se vino encima la noche; me detuve en casa de un campesino, que me dio alojamiento. Al día siguiente crucé de nuevo los campos. Encontré un caballo suelto y a un hombre que cortaba yerbas, a quien pedí auxilio. Aunque rústico, era persona de buen natural y me dijo: “Es difícil encontrar el camino porque los senderos se dividen con frecuencia; un forastero fácilmente se perdería. No quisiera que esto le ocurriese. Lo mejor que puede hacer es tomar este caballo y dejarse conducir por él hasta que se detenga; después, devuélvamelo”. Monté el caballo y continué mi camino. Dos niños me siguieron corriendo durante todo el trayecto. Uno era una muchacha llamada Kasane [doble]: nombre extraño pero elegante.
¿Kasane, dices?
El nombre debe ser
del clavel doble.
A poco llegué al pueblo. En la silla de montar puse una gratificación y devolví el caballo.
†