En una década que ha plagado las carteleras de remakes y las calles con monstruos virtuales japoneses, persiste una extraña emoción en mis conversaciones de redes sociales: nostalgia. Solía pensar que tendría más de cuarenta años cuando comenzara a hablarse sobre los niños de los noventas como si se tratara de una época histórica, mejor que el presente, menos pretenciosa y superficial. Sin embargo, parece que las empresas de mercadeo y los pseudocientíficos del comercio ya han definido muy específicamente a mi generación con la —ya en este punto trillada— etiqueta de millennials y le han dado una personalidad.
He escuchado demasiadas definiciones de qué hace a un millennial, y van desde lo más científico hasta lo más cursi. Tampoco tengo muy claros los límites etarios de mi supuesta generación: dicen que abarca de 1985 a 1995, pero mis amigos ochenteros no comprenden mucha de la parafernalia millennial, y tampoco la entiende mi hermano cuatro años menor. Como únicos elementos comunes puedo señalar la infancia noventera y la experiencia del boom tecnológico hacia redes sociales y teléfonos inteligentes.
Comúnmente se dice que los millennials somos aislados, que nuestros padres arruinaron nuestras perspectivas de la realidad porque nos aseguraron que seríamos personas queridas y especiales. También se dice que no tenemos nociones de identidad ni lealtad, que desechamos nuestros trabajos y relaciones tan fácilmente como nos deshicimos del corte de pelo emo, los discos de los Backstreet Boys y las camisetas Abercrombie & Fitch. Difícilmente encuentro una emoción positiva en los perfiles que ya han agotado suficientes blogposts y artículos domingueros.
Realmente no sé cómo sentirme acerca de estas descripciones. Sé que la discusión sobre la generación millennial llegó a ser motivo de controversia para contrataciones y definiciones de pensadores universitarios. No dejo de preguntarme si este fenómeno ha ocurrido antes, si acaso los llamados Gen X-ers tenían que justificarse con los Baby Boomers sobre la necesidad y confort de los pantalones de paracaídas y las clases de programación en C+, pero lo que más me confunde es la manera en que los millennials, para fines comunicativos y lucrativos, encarnan la paradoja de la melancolía y el futuro. Se dice que tenemos cerebros con capacidades sobrenaturales para percibir información por medio de la tecnología, pero que nuestros corazones añoran las tardes con decenas de videocintas recién rebobinadas para revivir las películas de Disney.
Quizás sea esa nuestra única bandera como generación: la ironía. Me pongo a pensar en cómo yo a los dieciséis años atesoraba un diario de páginas rosas en que redactaba mis emociones y otras fruslerías de la secundaria. Me habría muerto si supiera que alguien lo encontraría y lo leería, que sabría cuánto me gustaba el chico flaco de lentes, cuánto aborrecía a la morena González o cómo resentía mi talla de sostén y la clase de Física, así que lo escondía en absoluto secreto. Tres años después me río mientras publico una selfie con la cicatriz de una desafortunada caída para que la vean todos. Cinco años después comparto las fotos de mi épica travesía al centro comercial para buscar un libro. Diez años después elijo cuidadosamente las palabras y emojis para un sub-tuit, hiriente o seductivo. Mi única legítima vergüenza consiste en que hagan conocidos mis listados de búsqueda en Google. La privacidad es una cuestión tan compleja estos días, casi tan compleja como la idea de quién soy fuera de los megapíxeles y los hashtags.
No sé si podré explicar muy bien el pasado cuando alguno de mis hijos encuentre mi viejo perfil de hi5 y mi blog en desuso, o cuando le explique por qué se hicieron en desorden las películas de Star Wars y por qué Ash aún no consigue terminar de atraparlos a todos. Tal vez me colme el mismo fastidio que aquél día en que intentaba explicarle a mi padre mi puesto de community manager para un startup californiano dedicado a otro montón de terminologías que aún no sé si pude explicar satisfactoriamente.
Sin mucho futuro ni mucho pasado, tal vez los millennials estamos condenados a ser los adolescentes perpetuos: atrapados entre una generación parental que no entiende el Snapchat ni las mechas ombré y una generación más joven (corre el rumor de que se llama Generation Z) que jamás tendrá que entender cómo elegir las canciones descargables en LimeWire ni buscar el único estilista que les corte el pelo como a Rachel Green. Quizás en veinte años tendré los descendientes que se lamenten por una época más simple, cuando bastaba un match de Tinder, o al menos existía una esperanza en la siguiente pokeparada. Quizás en veinte años, cuando se debata la afiliación del universo cinematográfico de Marvel en el American Film Institute, habrá otra generación más perdida pero menos nostálgica, preguntándose si realmente hemos estado dirigiéndonos, como especie, hacia el futuro.
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Lo que necesitaron ustedes, millennial, son chanclazos, duros y muchos chanclazos con sabor a diciplina. La vieja escuela no es que no los entienda, es por que no los quiere….. por chambasuaves.
#PerdónPorNacer