«Y solo te pude decir
lo nuestro es tan vacío».
Ricardo Andrade
«Coleccionaba mariposas tristes,
direcciones de calles que no existen».
Fito Páez y Joaquín Sabina, Más guapa que cualquiera
La impertérrita entrada al vacío de la mente en blanco es como una pequeña abertura al infierno, o algo que pueda asimilarse. Es la sincronización de la pereza, la indolencia, la desidia, el desgano, la indiferencia, la abulia, la inapetencia, la apatía y tantas otras palabras con otros sentires desgraciadamente parecidos que nos sumen en un estado similar al de la hueva infinita.
A lo mejor de una manera muy inconsciente de ahí proviene nuestro temor a la nada, por eso siempre tiene que haber algo, siempre un espacio debe contener su llenura, nuestra angustia ante el conjunto vacío, nuestra negación por anular nuestra conciencia, nuestro ir y venir más allá de lo aparente, lo que tenemos en nuestras manos, nuestra invención de dios: no poder aceptar que ahí están las cosas, en la nada, que tenemos que llenar con garabatos esa hoja en blanco, pinche blancura de la pureza que mancillaremos con nuestros demonios sin absolución alguna por la condenación eterna de los días y las noches que nos quedan de andar errabundo y solo en suspensión continua.
El ensayo En los límites de la realidad: el vacío comenta más o menos lo siguiente: existe el «horror vacui», que fue una verdad absoluta, valga la redundancia y choque conceptual, hasta llegados los tiempos de Torricelli y de Newton: existe la expresión utilizada en la mitológica historia del arte en la cual se reconoce el relleno de todo espacio vacío, cómo no, pues hay que atiborrar las cosas con algo… Aristóteles y los aristotélicos decían que la misma naturaleza aborrece el vacío, y Demócrito y los atomistas decían que la naturaleza está formada por átomos sólidos e impenetrables y por vacío; y así este terror al vacío fue apoyado por los platónicos, estoicos y casi todas escuelas antiguas institucionalizadas. Y por fin llegó el siglo XVII y se admite que el vacío lo puede tolerar la naturaleza, así como por excepción de excepciones a pesar de que Descartes insistía en que debe existir al menos una materia sutil en lo que podemos considerar vacío —quizás empieza a moverse por los cielos la llamada materia oscura, asunto tan etéreo aún para nuestro entendimiento mortal—. Se dice que antes de Newton el mundo-universo era pleno y compacto, y que después de Newton el mundo-universo mayoritariamente era vacío, y actualmente el vacío se puede entender, en medio de una serie de paradojas con partículas y agujeros negros con asuntos abisales de gravitación incluidos, como «una fluctuación de campo de pares de partículas-antipartículas, fluctuación de media nula».
En fin, después de todo existe el número cero, que viene del árabe «sifr», que significa «vacío», y este viene aún del sánscrito, nombre original de tal cero, «sunya», que también significa «vacío». El cero, ese numerito, esa idea que puede significarse extrañamente como esa nada que está ahí y la exponencialización de la cantidad.
Para el taoísmo y el budismo el vacío es una realidad sobre todas las cosas, es su verdadera esencia:
Treinta radios lleva el cubo de una rueda; lo útil para el carro es su nada (su hueco).
Con arcilla se fabrican las vasijas; en ellas lo útil es la nada (de su oquedad).
Se agujerean puertas y ventanas para hacer la casa, y la nada de ellas es lo más útil para ella.
Así, pues, en lo que tiene ser está el interés. Pero en el no ser está la utilidad.
Lao Tse. El libro del tao y de la virtud
Pues bueno, las cosas así están y las que no están así se encuentran. El vacío y su totalidad, la blancura nuevamente de la página sin nada y el lienzo sin ton ni son en donde nada pasó, pasa ni pasará, algo así como el silencio brutal. Algo más por aquí, algo menos por allá. Nos aflige y por eso luchamos contra ello, después de más o menos cuatro mil años de civilización humanos aún no podemos y queremos entenderlo en nuestra cabeza de ideas fijas guiadas por la terrible tradicionalidad del caso, es algo tan nuevo pero tan viejo, tan eterno, tan singular en nuestros recorridos alternos y monótonos como seres humanos creativos, aburridos, sedentarios, etcétera.
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