Dos rostros, dos condenas


Ingrid Ortez_ Casi literalLa última semana de junio marcó mi lista de interrogantes con dos rostros. A Julian Assange, quien puso al descubierto informes militares y diplomáticos clasificados de crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Afganistán e Irak, se le culpó de espionaje. Pero su liberación el 24 de junio es algo que el mundo entero esperaba y que logramos celebrar.

Los Estados pueden custodiar información confidencial, pero cuando esa información infringe los derechos humanos, se vuelve un derecho de los ciudadanos conocerla, denunciarla y juzgarla. Aquí surge una de mis interrogantes: quién castiga los crímenes de guerra cometidos a lo largo de toda la historia de Estados Unidos —y otros países— que han quedado impunes. Crímenes que se siguen cometiendo, ya que sin necesitar informes sabemos que comete atrocidades y avala genocidios.

Si bien Assange quedó libre, tuvo que declararse culpable. Su persecución sentó un precedente legal nada bueno. Estados Unidos no retiró los cargos en contra de Assange, lo cual manda el mensaje de que pueden incriminar y juzgar bajo la ley de espionaje a periodistas si estos revelan y denuncian crímenes de guerra, violación de derechos humanos o corrupción política. A ese paso pocos querrán arriesgarse y pasar la experiencia de Assange o algo peor. No olvidemos también que esta decisión al final fue una jugada política de Joe Biden en su débil lucha por ser reelegido.

Surge otra interrogante: ¿ahora qué? ¿Cuál será el impacto en el periodismo mundial —y latinoamericano, especialmente— que vive en lo más bajo de la cloaca, vendido al mejor postor? Quizás no pase nada.

La libertad de medios de comunicación vive amordazada. Algunos reciben beneficios por permanecer en silencio y solo publican lo que conviene a algunos gobiernos. Ahora se suma el riesgo de ser acusados por espionaje. Falta mucho por ver, si traerá más implicaciones. Siendo realista, no pasará lo que vemos en las películas, donde el periodismo se vuelve heroico y lucha en favor de la verdad.

Por ahora se logró vencer la condena y Assange por fin está libre, eso me da cierta satisfacción.

Caso contrario con el otro rostro de la semana: todos los hondureños, ilusamente, esperábamos cadena perpetua para uno de los más nefastos personajes que ha tenido el país: Juan Orlando Hernández. Sus crímenes no solo forman parte del narcotráfico, sino que además abusó de su cargo como presidente, convirtiendo al país en un narcoestado.

Sin embargo, nos quedó un mal sabor de boca a quienes esperábamos una cadena perpetua que compensara la falta de justicia del corrupto poder judicial hondureño que jamás hizo el trabajo que debía.

Los líderes y funcionarios estadounidenses —en su conocido juego de apoya o sacrifica cuando conviene— movieron las piezas después de años de delitos, corrupción y violación a los derechos humanos. Lo acusan por narcotráfico y recibe la condena de 45 años de prisión.

Juan Orlando Hernández es uno de los capítulos más oscuros y vergonzosos de nuestra historia, y que destruyó la poca democracia que podíamos fingir. La justicia hondureña sigue siendo un fracaso. No es victoria para nosotros, sino para Estados Unidos en su aparente lucha contra el narcotráfico.

Que Hernández no volverá al país en parte es ganancia agridulce, pero la corrupción sigue levantando bandera con instituciones incapaces al servicio de un gobierno de payasadas al son de lo que decide Manuel Zelaya. Y los cómplices de Hernández dirigen partidos, instituciones, negocian bajo la mesa con el narcotráfico y el crimen organizado. Aquí las implicaciones siguen siendo las mismas.

Julian Assange y Juan Orlando Hernández: dos rostros que muestran el juego sucio de poder y su conveniente forma de manejar los derechos y las injusticias.

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