La era del encierro y el confinamiento está más solitaria que nunca. Más ojerosa y desgastada, más susceptible. Frente al espejo se le ve el rostro cansado, el pelo descuidado y unos párpados desfigurados que redibujan constantemente largas noches de insomnio, tristeza y ansiedad.
La era del distanciamiento social lleva dos meses instalada en mi casa y no tiene las mínimas intenciones de irse. Me recuerda a la película coreana que ganó muchos premios hace algunos meses porque se devora mi comida, arrasa con mis guaros y desde la sala me observa lavar platos, copas, ollas y sartenes cinco veces al día.
Regularmente se la pasa con una jeta que ni les cuento porque da rabia. Aunque sí, debo confesar que a veces la veo feliz divirtiéndose cuando bailo borracho de madrugada o cuando estoy diciendo ocurrencias en una videollamada sobre nuevos modelos de negocio exitosos por hacer. Se emociona como perro moviendo la cola, y les juro que da gusto verla tan feliz y contenta. Se le ve la sonrisita en el rostro demacrado y hasta le brillan los dientes de pura felicidad.
Pero al final del día la veo distante y sin ganas de hablar, desparramada en el sofá con su repulsión, y no hay modo de sacarla de ese humor o —mejor aún— del edificio.
La era de la pandemia es una catástrofe ineludible y un vértigo omnipresente que llegó con el hashtag #QuédateEnCasa, ¿pero saben qué? También es una era liberadora y sanadora. Ella lo sabe, se le ve en los ojos llenitos de esperanza cada vez que hablo al teléfono con alguien sobre lugares a los que iré cuando acabe todo esto, cuando menciono recuerdos espectaculares o me pongo a repasar milímetro a milímetro cogidas memorables que extraño. También siento su emoción cuando pongo a todo volumen canciones alegres para despabilarme del agobio de las largas horas de encierro.
Ella sabe que todo va a estar bien después de todo aunque solo es asunto de tiempo, como me dijo anoche. Sí, anoche después de dos meses de silencio por fin pronunció palabra. Fue célebre. Después de cenar se acercó al balcón donde yo estaba fumando y me dijo: «Ni te lo imaginabas, yo sé… Disculpas por todo». Luego de eso nos sentamos en la sala y conversamos por horas. Puso música de El Buki, José José y Rocío Durcal. Abrimos botellas de vino con la misma sintonía sedienta. Nos dijimos muchas cosas sin miedos ni acusaciones. La empatía fue la mejor cocaína. Nos mantuvo despiertos hasta las 5:30 de la mañana entre risas, chismes y proyectos que por pendejo no anoté por estar viviendo el instante.
De eso también me habló insistente, de vivir intensamente el presente sin importar si es rígido, incierto o amigable. Así que hoy, para celebrar que llevamos dos meses viviendo juntos, haremos un asado, abriremos una caja de cervezas —a lo mejor también arrasaremos con el vino— y nos pondremos a bailar uno que otro perreo sucio sin gel, guantes o mascarilla.
†