Para subir una montaña rusa


Diana Campos Ortiz_ perfil Casi literalSe llamó «Disciplinada y creativa». Fue mi primer texto (Casi) literal hace poco más de un año. En ese artículo contaba cómo sentía que se me caía el mundo porque habían cerrado el mundo: los negocios, las fronteras y la guardería a la que llevaba a mi hijo para, entre otras cosas más lucrativas, escribir.

Conforme iba escribiendo y publicando me di cuenta de que había personas que leían mi columna quincenal en esta revista. Saber esto me provocó varias cosas: primero, un enorme agradecimiento; segundo, ganas de escribir más; y tercero, ganas de esconderme y no volver a escribir nada nunca más en la vida.

En este año de mi columna «Arquitectura fantástica» he transitado por estos dos últimos sentimientos contradictorios casi de forma cotidiana y sostenida. Escribir mucho porque sí. No escribir nada porque sí. O más bien, porque qué miedo. Pero ¿miedo a qué? ¿A ser vista? Sospecho —y es una sospecha— que al escribir de alguna forma dejamos impreso quiénes somos en ese momento particular. Ese dejar constancia de que transitamos esas palabras, ideas, reflexiones, imágenes, personajes, paisajes, ambientes y sentimientos me asusta. ¿Soy esa que juntó esas palabras? ¿No lo soy? ¿Lo sigo siendo? ¿Cuánto tiempo lo fui? ¿Hace cuánto dejé de serlo? ¿Por qué me asusta la idea de dejar constancia sobre mí misma, sobre mi mente, mis ideas y mis reflexiones?

Me imagino que tiene que ver con el impacto epistemológico y emocional de perdurar en una pantalla durante más de 24 horas, cosa notable e importante en la era de las stories de Instagram. O con el hecho de releer mis columnas y redescubrirme con mis dudas, mis certezas, mi imaginación, mis ideas erráticas y mi forma particular de ver las cosas.

Descubrirse a sí misma no es, ni de cerca, poca cosa. Redescubrirse a una misma tratando de entender a muy duras penas lo que está pasando en el mundo en medio de una pandemia —y lo que está pasando a lo interno en medio de una reciente maternidad— tampoco. Y en el marco de ese proceso de estar entendiendo, ponerse creativa, juntar las partes y proponer uno, dos, tres textos que tengan un mínimo de sentido y orden ha sido una tarea retadora, por no decir terrorífica.

Y bueno, por eso procuro no releer, para no salir espantada a esconderme bajo la primera sábana que me encuentre (en la pila de ropa limpia sin guardar, paisaje habitual de este contexto pandémico). Así que en este año de «Arquitectura fantástica»>, mi columna, no tengo muy claro sobre qué he escrito. Lo que sí tengo muy claro es cómo me siento escribiendo: aterrada. Como en una montaña rusa.

A mí no suelen encantarme las montañas rusas, pero reconozco su encanto; así que quincenalmente me armo de valor, abro el documento de Drive y escribo algo, o alguillo, o nada. Y así empieza el drama, pero también la aventura, el cosquilleo, el sudor en las manos, las ganas de gritar, el vacío en la panza, la emoción, la frustración, el pánico, la calma, de nuevo el pánico; hasta que termina el ciclo y me doy cuenta de que era solo un juego. Que no pasa nada. Que nadie me obliga a subirme en la montaña rusa, que me subo porque quiero.

Ha sido todo un aprendizaje para la vida. Entonces lo que me asusta no es escribir, sino el lugar desde el que escribo. Tan mío, tan Diana. ¿Quiero escribir desde otro lugar? No. ¿Por qué? Porque tener mi propia voz no ha sido un regalo. Me ha costado años de silencio, miedo, vergüenza e inseguridad. Me ha costado también años de lecturas, montañas de cuadernos escritos a mano y monólogos cuando camino. Me ha costado horas y horas de reflexión y valentía. Y también me han costado ojos cansados leyendo a mujeres que han hecho todo lo posible para ser, para vivir, para escribir.

Porque a las mujeres nadie nos ha regalado la palabra. La hemos conquistado como los escaladores a los picos altos del planeta. A mí me gusta reconocerme como parte de ese enorme colectivo que somos las mujeres y quiero que nosotras conquistemos las alturas que nos dé la gana. Que nos subamos a las montañas que nos emocionen, que nos hagan sudar mares y sentir abismos en la panza aunque nos asuste porque es lo que queremos. Aunque nos hayan enseñado que es mejor no subir, no ser vistas, no dejar constancia, no tomar la palabra y no ser nosotras mismas.

Por eso escribo. Para subir una montaña rusa. Porque sé que el miedo, aunque válido y productivo, no es mío. El miedo no, pero sí las cosquillas, la emoción y las montañas.

Ver todas las publicaciones de Diana Campos Ortiz en (Casi) literal

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

5 / 5. 2


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior