En 2017 apareció en Managua, editado por Anamá, un libro cuyo título ahora me suena como una profecía odiosa: Los jóvenes no pueden volver a casa. Su autor, Mario Martz, nacido en 1988 en la nicaragüense ciudad de León, nos entregaba una colección de nueve relatos entretejidos por personajes en situaciones que, en suma, plantean una interrogante al tiempo que les ha tocado habitar: ¿hasta dónde debemos cargar con los errores de nuestros padres?
Atrapados por las circunstancias heredadas, en estas páginas observamos a esos personajes dejarse vencer sin apenas resistirse ante patrones de comportamiento que son —lo quieran ver o no— los mismos que antes han tenido sus progenitores. Hijos abandonados, hermanos que no se conocen, familias rotas. Los jóvenes, igual en la ficción que en la realidad, no podrán volver a casa: esta jamás fue suya.
Palabras como exilio o clandestinidad han vuelto al léxico cotidiano en Nicaragua. Dejando a un lado las «causas profundas» o los «objetivos últimos» de la revuelta social de 2018, y la subsiguiente crisis y la represión que el Estado ha impuesto, mucho de lo cual está atado por unos hilos abstractos que algunos llaman justicia y otros, creyéndoselo o no, democracia o autodeterminación; dejando esto de lado, digo, lo cierto es que en este país de apenas poco más de seis millones de habitantes, y que todavía hoy evoca aquel sueño o pesadilla —según quién vea— que llamábamos Revolución Popular Sandinista, los jóvenes una vez más están viendo cómo su futuro ̶(y su presente) lo hipotecan unas cuantas camarillas de poder ocupadas desde hace varios años por personas a las que en su mayoría difícilmente les alcanzará la vida para llegar a la mitad de nuestro siglo.
En el libro de Martz hay una pieza titulada «Personajes secundarios», que nos presenta la historia de una mujer que sufre episodios de violencia ejercida por personas de su entorno más próximo —el marido, una amiga—; historia relatada por una estudiante de teatro como parte de un ejercicio en medio de una clase. Un poco como a la narradora y otro poco como a su personaje, nuestra situación histórica pareciera aprisionarnos en un laberinto de espejos en el que vamos replicando y reproduciendo las formas (aunque no siempre los contenidos) del actuar que tuvieron antes nuestros padres. Hoy, como he dicho, varios jóvenes nicaragüenses —muchos de ellos veinteañeros— se han visto forzados a salir al exilio: unos, por temor a persecuciones políticas; otros, por razones económicas; todos, sin saber si alguna vez podrán volver a eso que llamaban casa.
Nadie que no lo haya experimentado puede entender qué es el exilio. Y poco a poco quienes permanecen en Nicaragua quizá se vayan enterando de una realidad tan obvia como dolorosa: el país que habitan no les pertenece. Hay un par de neologismos con los que algunos se refieren a esta situación: insilio e inxilio, un exilio hacia dentro, que no implica el abandono físico del lugar donde uno ha nacido y se ha criado (en algo relacionado con la gurba de la poesía árabe, según recuerdo ahora de alguna charla con mi colega Víctor Ruiz).
Elisa, otro personaje de Mario Martz, se va un día a hacer vida fuera de Nicaragua, pero regresa tras sufrir un asalto: paralítica, sin poder hablar más, «con los ojos hundidos en la tristeza». Los jóvenes ̶ parece decirnos el autor ̶ no podrán volver más que de ese modo. Les toca, pues, demoler la casa (que no es suya) y erigir en su lugar una que sí les pertenezca.
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