Paul Bowles y la música portátil


Leonel González De León_ Perfil Casi literalEn «El Rif, por la música», Paul Bowles cuenta que en 1959, y gracias a una bolsa económica de la Fundación Rockefeller, pasó una larga temporada en Tánger dedicado a hacer un registro musical de los principales intérpretes locales, justificando su interés con el hecho de que «en un país donde lo normal ha sido el analfabetismo, la literatura escrita es desdeñable». Según él, en el desierto «en lugar de autores han surgido instrumentistas y cantantes». Los resultados de su investigación  estaban destinados a pasar al archivo de la Biblioteca del Congreso de Washington.

El Rif es un texto híbrido, que aunque viene en un libro de cuentos, bien podría calificarse como crónica o texto de viaje, en el cual Paul Bowles transporta al lector a padecer el agobio por la falta de electricidad, la dificultad para trasladar e instalar el equipo, la negativa de las autoridades de algunas tribus para reunir y presentar a sus músicos, o el sopor del clima desértico impregnado por el exceso de kif ─nombre que se le da en el norte de África al cannabis─, que atentan y finalmente acaban con el proyecto, que resultó grabando mucho menos de lo planificado.

Hoy, esto puede hacerse de modo mucho más simple, pues ni siquiera resulta necesaria una grabadora, sino basta con el teléfono móvil; y pasa lo mismo para escuchar música. Hace años, mudarse, o incluso salir de viaje llevando algo para escuchar, implicaba cargar con discos de acetato, casetes o, en el mejor de los casos, discos compactos. Ahora se accede a cualquier tema en cualquier lugar y en cualquier momento, en dependencia solo de la conexión de internet y de la capacidad del dispositivo.

Spotify, quizás la plataforma más popular para escuchar música en línea, cumplió diez años hace poco, tornando obsoleto el hecho de descargar los temas en formato mp3 y archivarlos en un dispositivo. A mí me tomó algún tiempo llegar al streaming, pues primero pasé por el Grooveshark, y cuando este cerró me mudé a Youtube ̶ con la desventaja de que este consume más datos y más batería del dispositivo ̶, hasta que, orillado por la buenas sugerencias de intérpretes desconocidos, seguí el ícono del círculo verde con franjas negras horizontales e hice la prueba gratis. De a poco me familiaricé con los criterios de búsqueda, organicé mis carpetas con los temas que escucho y cuando concluyeron los tres meses de prueba gratis, no pude negarme a ingresar los datos de mi tarjeta para abonar el cargo mensual por tener el servicio completo, aunando la ganancia de deshacerme de la publicidad.

Al principio, el usuario puede sentirse abrumado al saber que con un par de clics tiene acceso a treinta y cinco millones de canciones, pero al entrar en confianza, la libertad de poder saltar, en forma instantánea y casi siempre azarosa, entre géneros, es incomparable: ir de la vanguardia que representaron para su época los Conciertos de Brandeburgo de Juan Sebastián Bach a las escalas inalcanzables de Anat Cohen con el clarinete y el Trío Brasileño; pasar de la poesía enroscada del Cuarteto de Nos al piano de Bebo Valdés, que evoca las noches habaneras.

La música de mi país también está disponible, y puedo escoger entre un álbum de marchas fúnebres guatemaltecas con la banda de Héctor Gómez Barillas o un popurrí de marimba orquesta de Fidel Funes, o al mismo Fidel interpretando sones tradicionales, con la carga de nostalgia que los saxofones le imprimen al Rey Quiché o a El grito de Everardo de León Cifuentes. La variedad es inagotable y resulta un desafío que pone a prueba al melómano más curioso. Y lo mejor es que, según las tendencias más reproducidas, el algoritmo de búsqueda me llevará a otros temas que tengan que ver con los míos.

Por eso, y a pesar de ser un tecnófobo que se resiste a dejarse llevar por las aplicaciones de moda en el teléfono, no pude resistirme al Spotify.

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