“No deseo que las mujeres tengan más poder que los hombres, sino que tengan más poder sobre sí mismas”.
Mary Shelley
Actualmente he llegado a pensar, contrario a como lo hice durante la adolescencia, que el no tener un cuerpo curvo ni bajo el estándar de atracción masculina me libró, hasta cierto punto, de acoso callejero, metidas de mano, comentarios de tónica sexual, etcétera. Sin embargo ninguna de nosotras está exenta. Nuestros cuerpos han sido y siguen siendo el objeto sobre el que recae la mirada del hombre, siendo este quien aparentemente tiene la autoridad social para rechazarlo o aceptarlo.
Diariamente nos enfrentamos al acoso sexual callejero. Esto encierra un conjunto de prácticas cotidianas y acostumbradas: frases, gestos, silbidos, sonidos de besos, tocamientos, amenaza de aproximaciones insinuantes, masturbación pública y exhibicionismo, entre otros. Dentro de esta serie de características que identificamos como parte del acoso callejero no hemos mencionado la mirada intrusiva que nos intimida, molesta y, a veces, debido a la violencia generalizada, produce temor y rencor.
Una mirada puede transmitir nuestras emociones y deseos, pero cuando me refiero a la mirada intrusiva del hombre hacia nosotras estoy categorizando el tipo y el momento en que los ojos se posan sobre nuestros cuerpos con autoridad para aprobar o rechazar, provocar o insinuar que en ese momento se nos convierte en objeto, que se nos cosifica con los ojos. Una mirada que de forma atrevida y muchas veces vulgar observa un escote, una falda o unos jeans ajustados para carcomer. La mirada intrusiva conlleva una carga sexual que dentro del imaginario social debería hacerme sentir halagada y provocarme el gusto por ser deseada (de por sí, imaginario distorsionado y descompuesto). El sistema patriarcal le ha permitido al hombre sentirse con el derecho de invadir, por medio de la mirada, nuestro ser.
En las calles de la ciudad de Guatemala el cruce de miradas, más que ser un gesto romántico o un acto insignificante, puede ser el inicio de un encuentro o momento incómodo a tal punto que, muchas veces, la mujer tiene que bajar la vista. Por medio de esta práctica se revela una relación de poder entre géneros, de vigilancia sobre el cuerpo y una forma de control que esconde una fuerte carga de violencia.
Para mí esta es una de las características del porqué sostengo que un hombre no puede ser feminista. Como dicen las tratadistas, el feminismo pasa por nuestro cuerpo, la mirada que agrede pesa sobre nosotras.
Pero vale la pena hacer una aclaración: una mirada puede tener un extraño poder de atracción, por supuesto. Ver a los ojos a quien llama nuestra atención y a quien amamos puede representar un instante de incalculable valor. No es la mirada per sé la que crítico, sino la forma, intencionalidad y poder con el que el “macho” se reviste y ejerce su autoridad. Sigámonos viendo desde el amor, desde la ternura.
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