Saberse enferma no es lo mismo que sentirse mal. El diagnóstico trae aparejados síntomas que hasta entonces le habíamos atribuido a la circunstancia innegable de estar vivas.
Exceso de cansancio, malas noches, sudores imprevistos, desgano, olvidos. Las ganas de mandar todo al carajo, de quedarse sola, de cerrar los oídos al mundo, de apagar las pantallas que cada día nos ponen más cuesta arriba la tarea de distinguir a los payasos siniestros de los políticos absurdos y que nos dan respiro nomás para ofrecernos detergente, toallas sanitarias, chocolate y pesas: todo con descuento y 2×1.
Los termómetros son más fáciles de engañar que las pruebas de laboratorio; a la moquera la podemos llamar alergia o tristeza; y así, seguir haciéndonos las locas hasta que no nos quede otro remedio que tomarnos religiosamente las medicinas, que rezar sin fe para que pase, que añorar a una abuela que nos acaricie el pelo y nos diga «sana, sana, colita de rana» y nos prometa que mañana o a más tardar el día siguiente vamos a estar tan bien como siempre.
Y de pronto la abuela y su consuelo absurdo e infinito se nos vuelve imprescindible, incluso a aquellas que, como yo, nacimos a destiempo: cuando ellas les quedan pocos o ningún latido.
Mi abuela, por ejemplo, no la tuvo más fácil: vivió dos guerras mundiales casi al hilo, en el centro del caos, de la disputa, de las fronteras móviles. Mi abuela que, además y como yo, era judía, pero prefería practicar otras cosas que no fueran esa religión que nunca terminó de sentir suya hasta que fue, si acaso, una amenaza. Vivió de todo. Murió a los 46 años.
Mi abuela, por ejemplo, no la tuvo menos complicada —la otra, digo, porque a todas deberían de habernos tocado dos—: tuvo que traducirse del ruso al español. Cuando conoció el mar no sabía nadar y en vez de traje de baño llevaba una maleta, para cruzarlo entero. Apenas terminó la primaria, luego, como era la menor y la más pobre, cuidó a sus padres mientras crio a sus hijos. Al final sí, al menos por un tiempo, descubrió su destino y fue feliz y enfermera, pero perdió la vista y el trabajo.
Ellas —como mi madre, mi tía, mi hermana, mi hija, mi sobrina y yo— fueron mujeres en poco más de un siglo y veinte años. Abrazamos nuestra femineidad y supimos que a pesar de los pesares se nos colaron algunos privilegios. Algunas pudimos votar, estudiar, divorciarnos. Las más jóvenes, las más comprometidas, nos reconocemos como feministas y estamos dispuestas al abrazo más sororario, al grito más humano.
Y es que nosotras, las últimas de la lista por ahora, las que sabemos que a la jornada laboral y por el mismo precio se le suman la horas de cuido; que el desempleo y el techo de cristal; que el piropo en la calle y una mano ajena en una nalga inaugurará la adolescencia; que la anticoncepción es cosa nuestra y el aborto decisión de los otros; que nuestro agresor puede disfrazarse de novio o de marido; que el calentamiento global, vendrá a hervirnos la sangre…
Ahora, que estuvimos enfermas y compartimos reposo y bebidas hidratantes, que perdimos el aliento, sabrán perdonar mi silencio de las columnas anteriores. Teníamos que recuperarnos, ya nos falta poco. Estamos casi enteras. Además, este tiempo nos vino bien: volvimos a refirmar que nunca estamos solas, sino juntas.
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