El recién pasado 21 de enero la policía de Ecuador detuvo a 68 presuntos miembros de un grupo criminal que intentó tomar el control de un hospital en Guayas, en momentos en que el país libra una guerra contra el narcotráfico con miles de militares desplegados. Unas veinte organizaciones siembran el terror en Ecuador e imponen su poder desde las cárceles. La espectacular toma por parte de hombres armados del Canal TC en plena transmisión el pasado 9 de enero conmocionó al país y llevó al actual presidente, Daniel Noboa, a declarar un «conflicto armado interno» y a ordenar una lucha sin tregua contra bandas de narcotraficantes a las que calificó de terroristas.
Cuando leí esta noticia no podía creerla. Hace pocos años, cuando Rafael Corea aún era presidente de Ecuador, el país era el segundo más seguro de Latinoamérica. Tuve la suerte de conocerlo en 2015, cuando el presidente aún era Rafael Correa. Acostumbrada a mi país, Costa Rica —donde a uno lo pueden matar para quitarle la billetera—, en Ecuador me sentí inmensamente feliz y segura caminado por Guayaquil, donde encontré en el centro un parque repleto de iguanas que se te acercan para que les des banano y les hagas cariño.
No digo que en el Ecuador de 2015 no hubiera gente con hambre, pero en Costa Rica las personas con hambre llegaron al punto de matar y comerse los cisnes del lago del Parque Morazán, en San José. Aquellas iguanas en Guayaquil, llamadas coloquialmente «gallinas de palo» por lo apreciado de su carne, aquí no hubieran sobrevivido ni un día.
El período del presidente Correa (2007-2017) fue el de menor tasa de criminalidad y mayores logros económicos y sociales. Y no hay que ser economista para saber que eso solo se consigue con un Estado de buen tamaño, que pueda intervenir en pro de las mayorías empobrecidas, crear fuentes de empleo, cobrar impuestos a los más ricos y, de esa manera, empequeñecer los espacios por donde entra el narcotráfico, que es generalmente entre grupos de jóvenes pobres y sin esperanza de un futuro.
Rafael Correa permaneció durante tres períodos en el poder y su gobierno, al que se le llamó «Revolución Ciudadana», ha sido el más estable en la historia nacional de Ecuador al mantenerse en el poder constitucionalmente y sin interrupciones durante 10 años y 4 meses.
Cuando llegué a Quito la sensación de seguridad y felicidad al caminar fue la misma que en Guayaquil. Recuerdo que una mañana le estaba comprando una artesanía a una mujer originaria bellamente ataviada; y me dijo: «Estoy contenta porque ahora la puedo mirar a los ojos. Antes no». Por supuesto que poder mirarme a los ojos no se debía solamente a Correa. El camino se había facilitado desde 1995 con el Pachakutik, un movimiento de resistencia y oposición al modelo neoliberal formado por los pueblos originarios, campesinos, afroecuatorianos, trabajadores, mujeres y ecologistas; todos comprometidos con la pluriculturalidad. Y este movimiento tuvo continuación durante los gobiernos de Rafael Correa.
En efecto, mi única crítica al gobierno de Correa —y es necesario hacerla— fue la extracción de petróleo de la Amazonía, hecho que enojó a los pueblos que vivían en la zona.
Entonces ¿qué explica la abismal transformación sufrida por ese Ecuador que conocí en 2015 al Ecuador de hoy, cuya situación el presidente actual describe como un «conflicto armado interno»?
Quizá la explicación más acertada señale los seis años de neoliberalismo y achicamiento del «Estado gordo de Correa», como lo llamaron los presidentes que le sucedieron. Y me pregunto si no habría que declarar al neoliberalismo y la reducción del Estado como crímenes de lesa humanidad, tomando como caso paradigmático lo sucedido en Ecuador entre 2017 y este año de 2024.
[Foto de portada: Transmisión en vivo del Canal TC de la televisión ecuatoriana]
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