Una noche en la cárcel (o Costa Rica es Pura Vida)


Todo empezó el pasado sábado 18 de mayo cuando mi amigo Ernesto me propuso ir a un lugar donde según él la pizza es buenísima. Ernesto y yo habíamos estado chateando en un grupo de senderistas de WhatsApp pero no nos conocíamos en persona. Ante nada, un detalle que va a ser muy importante luego: Ernesto no tiene carro. Yo sí.

Llegamos a las cinco de la tarde, nos caímos bien y empezamos a conversar. El pidió pizza y cerveza y yo pedí salmón ahumado y una copa de vino blanco. Conversando —y comiendo muy despacio— pasamos horas. Ernesto pidió dos cervezas más y yo otra copa de blanco.

A las nueve de la noche decidimos irnos, yo tenía que madrugar al día siguiente. Le propuse a Ernesto llevarlo a su casa en mi carro. Aceptó. Pero su casa estaba cerca y me dijo: «Dejame en la esquina». Yo respondí: «Nada me cuesta dejarte en tu casa». Al doblar la esquina para ir a su casa vi un enorme pickup de la policía y, a pesar de mi esmero, le hice un pequeño rayón en el foco de atrás. Ni para qué. Acudieron otros carros de la policía. Aparqué mi carro y me bajé. El rayón era mínimo y yo estaba dispuesta a correr con el precio del arreglo, pero la preocupación de la policía era otra: la alcoholemia. Una mujer policía me hizo soplar en un tubo y el resultado fue un poco más alto que el normal. Al rato me pidieron que soplara de nuevo y la alcoholemia salió normal. Un policía llamó al fiscal de turno que dijo: «No la suelten. Me la traen ya a la cárcel». Ernesto me desliza un billete de diez mil colones entre las manos y yo, Anacristina, me monto en uno de los pickups rumbo a la cárcel del OIJ. Pero no es tan sencillo. Antes de meterme en la celda a pasar la noche había que ficharme en un recinto especial. Un hombre y dos mujeres tomaron huella de todas mis huellas, juntas y por separado. Me estiraron el brassiere para verme los pechos y me ordenaron: «Bájese los pantalones». Obedecí a todo. Después me tomaron una foto sosteniendo un cartel que yo no pude leer, pero donde seguramente constaba mi identificación y el delito que había cometido: «Conducción Temeraria» (Ojo: todo esto sin ser juzgada y sin ser declarada culpable).

Cuando terminaron de ficharme —esa para mí tortura lenta— me llevaron a la cárcel maloliente. Había que dormir tirada en el suelo y el inodoro era un hueco en el concreto, sin papel higiénico. Y yo con esas ganas de orinar y defecar.

Traté de dormir y no pude. Perdí la noción del tiempo. Habían tardado tanto en ficharme que podían ser las cuatro de la madrugada, calculé. ¿Y qué hacía con mis ganas de orinar y defecar? Miraba las palabras que los reos anteriores a mí habían dejado escritas en las paredes. Puse mi cabeza sobre el suéter y traté de relajarme, pero imposible. Necesitaba dar del cuerpo.

Cuando ya no podía más —calculo que cerca de las cinco— me puse de pie, agarré los barrotes de la celda y empecé a gritar: «¡Auxilio, auxilio!». Al rato llegaron dos mujeres. Les pedí papel higiénico y lo trajeron. Pude descargar estómago y vejiga. Pero volví a los barrotes y a gritar: «¡Auxilio!». Llegaron dos nuevas mujeres con las llaves. Me pidieron la nota que me habían dado cuando me quitaron todas mis pertenencias. Se las di y me entregaron mis cosas. Salí.

Nadie me explicó nada, pero un abogado me dijo que tengo que esperar a que me llamen a juicio.

Ver todas las publicaciones de Anacristina Rossi en (Casi) literal

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

5 / 5. 2


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior