Así nos ganó el diablo


Rodrigo Vidaurre_ Casi literalHace no mucho me topé con un tweet que alababa las virtudes del diablo. En la sociedad centroamericana —conservadora y religiosa como pocas otras— es difícil encontrar una declaración más irreverente y provocadora.

Pero en realidad la idea de Lucifer como una especie de antihéroe fue una de las primeras herejías conocidas. Ya desde el siglo 3 d.C. los setianos afirmaban que comer de la manzana fue nuestro primer acto de rebeldía contra un poder opresivo. Argumentan que lejos de hacer posible nuestro pecado original, la Serpiente nos hizo libres.

Más conocida aún es la visión de Satanás como un ángel que cayó del cielo por rebelarse contra Dios, mencionada en Isaías 14:12–15 y popularizada por Dante en su Infierno, por Tolkien en El señor de los anillos y por John Milton en El paraíso perdido. El diablo de Milton es poderoso, carismático y ambicioso; es quien declara desafiante que «es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo».

Adelantamos el reloj dos mil años y es claro que este demonio ha seguido ganando adeptos. El satanismo, al menos en su vertiente secular, no es la adoración a la figura sobrenatural de Lucifer, sino el compromiso con lo que sus seguidores ven como sus virtudes: individualismo, anarquía, racionalidad instrumental y, sobre todo, egoísmo. Figuras como Alister Crowley o Anton LaVey teorizaron y vivieron esta filosofía del ego que resuena con el hedonismo de Epicuro y el libertarianismo de Ayn Rand.

Hoy por hoy no es necesario ser un satanista para identificarse con el culto liberal del ego y del deseo en contra de la moral cristiana que enfatiza la humildad, la sobriedad y la modestia. De alguna u otra manera el diablo de LaVey y Crowley es el mismo de aquella tuitera anónima que romantiza la rebelión contra Dios como una especie de titanomaquia griega: la necesaria revolución de los de abajo contra los de arriba.

¿Qué puede responder el cristianismo —o sus descendientes laicos— ante tan tentadora propuesta? Solo recordarnos que a Lucifer no lo motivó la justicia o siquiera el anhelo de libertad. El diablo cayó por su orgullo, por su deseo de mandar y ser admirado. En la tradición judeocristiana, el orgullo es la raíz de los demás pecados; el motor de la ira, la envidia, la avaricia; el completo estado anti-Dios según el escritor C.S. Lewis. Jonathan Edwards lo llamó la peor serpiente del corazón que destruye toda paz interior y Dante nos recuerda que el orgullo pervierte al amor propio en odio hacia los demás.

Pienso que la gran batalla espiritual de nuestro tiempo se peleará por definir el concepto de orgullo. En un lado, la psicología pop, los nuevos paganismos, el capitalismo desmedido y el narcisismo de las redes sociales convergerán en que no existe virtud más alta que la auto-idolatría. El otro lado resistirá con una idea contraria: que la dignidad y el amor propio no pueden nacer de la vanidad sino de la virtud, de sabernos parte de algo más grande y comprometernos con principios trascendentes como la solidaridad, la belleza y la verdad. En palabras de San Agustín: «fue el orgullo el que volvió demonios a los ángeles; es la humildad la que convierte a los hombres en ángeles».

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