Cuando Christopher Lasch habla de moral, de fortaleza espiritual y de felicidad, podríamos pensar que nos encontramos ante un libro de autoayuda. Esta parece ser la opinión del escritor George Scialabba, quien reta no solo a Lasch, sino a otros escépticos del progreso como Ivan Illich y Wendell Berry. Scialabba comparte la idea de que es bueno cultivar la virtud, el sacrificio y el trabajo duro (antivalores de la ideología progresista) a nivel personal, pero rechaza el llamado de Lasch de crear «un mundo de héroes». Entre otras cosas, el escritor teme que al politizar la virtud estemos abriéndole la puerta al autoritarismo.
¿Pero qué piensa George Scialabba sobre los peligros de una sociedad que se rehúsa a hacer de la virtud un asunto público? Esta no es una pregunta trivial. Los antiguos griegos insistían en que la virtud personal es primero; en que una sociedad sana no puede florecer sin ella. Luego vinieron los liberales declarando que la virtud no es necesaria si hay instituciones sólidas y un libre mercado (Adam Smith, de hecho, argumentó que el vicio privado de la avaricia se convierte en virtud colectiva gracias a la mano invisible del mercado). Más tarde aparecieron los marxistas diciendo que la moral es un invento burgués y que lo único importante es que gobierne el proletariado.
Resulta que se equivocaron. El relativo fracaso tanto del capitalismo como del fascismo y el comunismo (y la modernidad en general) puede entenderse como una corrupción de sus ideales. El deseo de tener más a costa de todo y todos no conoce de ideologías y corrompe tanto al Estado como al mercado. Incontables derechistas e izquierdistas han desfilado por los pasillos del poder y tanto el empresario millonario como el obrero revolucionario terminaron robando, mintiendo y sacrificando el bien común por el propio. «El poder absoluto corrompe absolutamente», dice el antiguo proverbio que los modernos decidieron ignorar.
En eso radica la dimensión política de Christopher Lasch. Él nos llama a enfocarnos menos en los tecnicismos e innovaciones de los diferentes programas políticos y más en la fibra moral subyacente sin la cual ningún programa puede nunca tener éxito. Lasch, aun siendo secular, entiende aquella vieja sabiduría de las trampas del deseo y la avaricia, de la antigua deidad aramea Mammón que, en palabras de Thomas Carlyle, es «el más bajo de los dioses conocidos, incluso de los demonios conocidos». En otras palabras, no basta la educación escolar: son necesarios mecanismos sociales como la religión o el civismo que domestiquen ese abismo del deseo que los cristianos llamaron pecado original.
Posiblemente esta lectura no me hubiera impactado tanto si no fuera salvadoreño. Ser salvadoreño es haber visto cómo la derecha prometió institucionalidad y progreso y nos falló con gobiernos corruptos. Luego llegó la izquierda con su discurso histórico de justicia social antes de fallarnos con gobiernos corruptos. Finalmente llegó una nueva fuerza política con delirios de grandeza que prometió una visión primermundista para el país; pero una visión de esa magnitud, además de tiempo y dinero, requeriría que los servidores públicos sacrifiquen un poco de interés personal por el interés común. Ante la falta de tecnologías sociales que contrarresten el vicio de la avaricia, el resultado es predecible: nos van a fallar con gobiernos corruptos.
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