Para el escritor estadounidense David Foster Wallace no existía el ateísmo: «Todo mundo alaba», dijo en su discurso de graduación del Kenyon College, «nuestra única elección es qué alabamos». La tesis de Wallace es que aquel que no adora a ningún Dios, dioses, principio cósmico o código moral inquebrantable, inevitablemente caerá en las formas de adoración inconscientes: dinero, poder, placer, ego.
Wallace no era un moralista y aun menos un religioso. Sus inquietudes giraban alrededor del entretenimiento, la adicción y la depresión; tres aspectos que en su obra maestra, Infinite Jest (La broma infinita, en su edición en español), define como parte de un mismo fenómeno. Para Wallace, la riqueza y el carácter libertario de Estados Unidos le habían dado a los norteamericanos la idea de que la libertad se encuentra en gratificar todos sus deseos; en su derecho inalienable de sentirse bien todo el tiempo. Wallace llamó a este modo de vida una extraña esclavitud, una donde somos esclavos de nuestros propios caprichos e impulsos.
Wallace percibía que nuestro miedo al silencio y a la soledad es síntoma de una sociedad híper estimulada incapaz de sentarse durante una hora a leer un libro retador o escuchar una pieza musical compleja. El precio que esto tendría tampoco se le escapaba al escritor, quien habló de cómo cada vez menos personas estarían dispuestas a sacrificar cuatro horas investigando unas elecciones en lugar de consumir propaganda fácil. Pero Wallace sabía que el mayor precio sería para nosotros mismos, para la parte de nosotros que quiere y necesita lo lento, lo callado, lo difícil, lo aburrido.
A veces me pregunto qué habría pasado si David Foster Wallace no se hubiera quitado la vida en 2008. La adicción al consumo que él diagnosticó como una enfermedad propiamente estadounidense se ha convertido, sin duda, en una epidemia global. Las formas de entretenimiento que él veía como una amenaza para la felicidad humana solo se han amplificado y acelerado con el internet. ¿Qué habría pensado Wallace —cuya bestia negra era la televisión— sobre Instagram y TikTok, cuyo modelo de negocio se basa en atraparnos durante horas con microcontenido banal que nos otorga dopamina sin demandar nada de nosotros?
La entrevista cierra con una paradoja. Si este tipo de entretenimiento esclavizante es el enemigo a vencer, ¿cómo lo atacamos? Podemos dirigir nuestras quejas hacia la gente que está interesada en leer análisis complejos, pero esa no es la gente que está esclavizada por el entretenimiento. La otra opción es hacer nuestra crítica entretenida en cuyo caso fuimos atrapados por aquello que criticamos. En palabras de Wallace, es algo muy, muy extraño; y las formas de rebelión que surgirán probablemente serán individuales, silenciosas y, vistas desde afuera, poco interesantes.
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Estoy de acuerdo en que ya no se busca el mismo entretenimiento de antes y es difícil que en esta sociedad se quiera hacer algo mas que seguir al resto de el ovejero. Es triste pensar en que cada vez se presta menos atención en las cosas que valen la pena discutir y se desperdicia tiempo en aquellas que son temporales y no aportan a nada en el no tan distante futuro.