Dos diputados al borde de un ataque de masculinidad


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalTwitter muestra imágenes de dos diputados panameños usando violencia para resolver diferencias. Uno golpea la mesa de madera mientras que el otro grita. Uno lanza una queja, no lo dejan hablar. El otro se para de su silla acolchonadita y camina amenazante hacia su honorable colega. La tecnología de comunicaciones de la asamblea panameña no incluye cámaras de 360 grados, así que la imagen de los diputados encabronados desaparece para convertirse en rebuznos salvajes. Como un buen bodrio de Televisa, la nación queda en vilo. ¿Se agarraron a puños? ¿Quién quedó más dañado? ¿Cuán grandes son las cicatrices que dejan las pezuñas? Horas después, el telenoticiero estelar responde las interrogantes que las redes sociales no pudieron: no hubo intercambio de puños. Y se escucha el resoplido de decepción nacional.

Entonces aparece en la televisión la imagen que me golpea la nariz: uno de los diputados en trifulca es entrevistado segundos después del altercado y parece que estoy enfrente de un espejo retrospectivo —la palidez del joven político que balbucea sudando el ego herido, sus ojos mirando al vacío que cuece el remordimiento— y recuerdo esa vez que yo miraba al techo luego de alguna reunión de trabajo y me preguntaba a mí mismo por qué otra vez no pude controlar el caliente desquebraje que me produce que otro macho me pise. Apago el televisor, cierro los ojos —respiración profunda— y veo un poquito más claras las gruesas raíces que nutren la masculinidad hegemónica que me saca de la cama todos los días.

Hay muchas formas de definir masculinidad o incluso la palabra hombre, pero todas están dentro del maderaje donde son los varones lo que lo definen todo. Vengo a comenzar a olerme estas cosas sin llegarlas a entender del todo. Esto desde hace muy poco, justo cuando entro en mi otoño y mis hojas están por caerse para siempre. O quizá lo he sabido siempre y no me convenía enfrentarlo.

A pesar de que nunca me he sentido participante en la ejecución de ese poder, varios crujientes golpes a la nariz me han hecho ver que soy de esos que se creen y actúan como si fuesen independientes, activos, productivos y proveedores. A pesar de no ser heterosexual, siento —pero aún no entiendo— que como hombre gay mi poder supera al de una mujer. Mira que yo sí puedo golpear la mesa de madera y no temer a ser etiquetado de histérico o poco profesional.

Todo lo contrario: mientras más violento, más seguro mantengo mi sitio en el árbol. Mira tú que las iglesias más progresistas del norte le abren las puertas del liderazgo a hombres gays que prometen ser célibes, dejando afuera a las mujeres heterosexuales comprometidas con sus esposos, hijos e hijas. Mira que yo sí puedo irme de mi hogar durante meses por motivos de trabajo y nadie, nunca, me ha cuestionado mi condición de papá. Al contrario: lejos de las labores de cuidado confirmo mi posición como independiente, activo y proveedor, que para eso me criaron.

Sí, entender estas dinámicas y ser un aliado es una obligación. Se sigue cometiendo un gran largo delito. Existe una gran deuda hacia la mitad de la población. Y sí: hay muchas disculpas que le debo a mi madre, a mis tías, a mis primas. Pero ¿por qué cortar mis raíces? ¿Para qué aliarme a cualquier gesto que busque quemar lo que me hace creer que estoy en control?

Resulta que ahora que mi tronco comienza a marchitarse —y quizá esa sea la razón— he comenzado a sentir que esta masculinidad me está matando. No soy ni independiente ni activo, sino otra presa más de la presión de ser productivo, lavando piedras y enlodándolas para luego volver a limpiarlas. Yo soy un salir de la cama para actuar como si aún estuviese en ella. Soy un silencio de todo lo que realmente siento. Soy las triquiñuelas que me invento, como el escribir este artículo que estás leyendo para pensar que puedo desalmar mi frustración. Pero esta sigue allí y a veces saca su lengua, como cuando golpeo la mesa con mi cara pálida de rabia y puedo oler la pudrición que me quema por dentro.

Es una deuda, un asunto de sobrevivencia propia: hay que talar la masculinidad hegemónica. Hay que plantar otro mundo donde todas las personas tengan la capacidad de proteger su entorno, entablar relaciones colaborativas y desarrollar plenamente sus imaginaciones.

Ver todas las publicaciones de Javier Stanziola en Casi literal

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

4.9 / 5. 11


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior