Carson McCullers tenía nombre masculino, estuvo enamorada de varias mujeres y vestía trajes de hombre a mediados del siglo pasado, de modo tal que algunos la consideran como un ícono del lesbianismo. Sus relatos están ambientados en pueblos hostiles y polvorientos del medio oeste estadounidense, por lo que ha sido llamada «William Faulkner femenino». Pese a lo contradictorias de estas definiciones, ambas resultan insuficientes para explicar la sensación de extrañeza y claustrofobia que transmiten los relatos de Carson McCullers.
Ciertamente su obra retrata una época y una serie de contradicciones sociales estadounidenses: el falso patriotismo, el imaginario eurocéntrico aspiracional (precisamente en una época en que las ciudades en Europa eran escenario de la Segunda Guerra Mundial), el racismo normalizado, la inseguridad económica agudizada ante los cambios globales. Sin embargo, sus novelas no intentan analizar dichas tragedias colectivas (como ocurre frecuentemente en Faulkner), sino que están ahí como un marco que constriñe a los personajes además que sirve de escenario. El drama, si queremos encontrarlo, está en algo más profundo: la distancia que hay entre los prejuicios inculcados y la escasa toma de conciencia ante los acontecimientos, la imposibilidad de comprensión o «diálogo» en que transcurren sus relatos.
En la memoria tengo grabada la imagen de la pequeña Frankie, detenida por la policía en un camino vecinal mientras intentaba huir del hogar paterno, luego de un confuso acontecimiento en la boda de su hermano. ¿Es porque advierte la muerte próxima del padre y decide cortar de tajo? ¿Es que acaso ha comprendido el mundo como un teatro de violencia sin sentido y pretende encararlo en compañía de ese soldado taciturno con quien finalmente terminará casándose?
Sabemos por los biógrafos de Carson McCullers que su infancia fue enfermiza, que la Gran Depresión afectó económicamente a su familia y que debió renunciar a tocar el piano para dedicarse a la literatura. Pero también sabemos que tuvo una abuela amorosa, un padre relojero, silencioso y ensimismado; y una madre exigente. Y que con 17 años abandonó su ciudad natal, Columbus, para ir a estudiar piano a Nueva York. Allí sobrevivió trabajando como camarera y paseando perros, y conoció a un amigo, Edwin Peacock, librero que le mostró autores e ideas de impacto político y que vivía en una especie de campamento militar. Es posible distinguir este entorno en el libro Reflejos de un ojo dorado.
Además, Carson McCullers sostuvo una amistad de por vida con Lucille, su niñera de la infancia, quien —como una muestra más del racismo sureño— terminó encarcelada durante un año luego de ser acusada de robo por unos patronos blancos. De ahí que algunos de sus personajes (Portia, Berenice, el Dr. Copeland) sean negros y ella se pronuncie en contra de las injusticias de las que son objeto. Esto le valió amenazas del Ku Klux Klan.
Por sobre todas las cosas, Carson McCullers apreciaba el amor fraterno que encontró en los marginados e hizo de ellos personajes centrales de su literatura: dos sordomudos que se aprecian mutuamente aunque uno de ellos nunca puede estar seguro de que su amigo en verdad lo entienda; una mujer muy alta y fuerte enamorada de un pequeño jorobado que termina traicionándola por fidelidad a un delincuente; un cuarteto formado por dos parejas, militares ambos esposos, que están casados «para mantener las apariencias», pero en realidad odian a sus esposas y, al menos uno de ellos, siente atracción por un soldado raso al cual termina asesinando… Situaciones y personajes cuidadosamente diseñados para demostrar que la relación con «el otro» es imposible, y que hay una barrera de teatralidad y sinsentido construida por motivos ajenos a nuestras propias convicciones.
En las historias de Carson McCullers el mundo instintivo se atisba en la necesidad de afecto y las preocupaciones de la gente sencilla en el alcoholismo (situación que la acompañó de por vida) y en los arrebatos de frenesí individuales. Cuando el sentido de la teatralidad queda suspendido, lo que resta tampoco es nombrado, sino apenas sugerido por la actitud de los protagonistas: la admiración de Frankie por los varios esposos que ha tenido su nodriza, el insomnio de una Alison enferma vigilando a una vecina con quien su esposo cree que la engaña, el odio irreflexivo de un pueblo analfabeto hacia un forastero por considerarlo «comunista», la incomprensión entre este último y el médico del pueblo.
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