Más que un problema de tendencias ideológicas o de una disminución de la capacidad de análisis en la población, el resultado electoral en Argentina debemos verlo como un cambio profundo en las relaciones sociales y como fallas inherentes al estado republicano que han dado al traste con la noción de democracia (y abordaré en otro artículo más adelante).
La llegada al poder de un gobierno fascista no indica que la mayoría de la población lo sea, sino que la gran mayoría no cree ya en el mal llamado sistema democrático. Solo 9.3 millones —de un padrón electoral formado por más de 35 millones— votaron por Javier Milei, superando al competidor más cercano por un poco menos de un millón. Pero, considerando que también hay más de 10 millones de no empadronados, resulta que más de la mitad de la población no votó.
Si nos acercamos un poco más a ver las cifras de desempleo, de ingreso per cápita o inversión social, vemos el porqué. Ahora bien: cómo solucionarlo, es lo que nadie quiere pensar; o más bien, reaccionan de la manera más simple y criminal posible: eliminando población o reduciendo derechos.
Cierto es que Argentina quizá sea el país más eurocéntrico de América Latina y es lo primero que pensamos al ver los resultados; pero al igual que el resto ha padecido desigualdades, dictaduras e intervencionismo del comercio internacional; situación que configura a una clase política parasitaria. Millones de empobrecidos y una clase alta que defiende su capital con más ahínco ante los connacionales cada vez que se siente amenazada por las fluctuaciones del mercado internacional.
Debemos tener bien claro que, así como en Argentina, en toda Latinoamérica el voto de los pobres nunca ha sido considerado. Es la clase media la única que aún cree tener algún beneficio del sistema político, quienes se han convertido en el bastión de la derecha a nivel global.
La población de clase media, incapaz de ver otras opciones —puesto que se ve permanentemente agobiada por impuestos, aumento de jornadas laborales, disminución del poder adquisitivo y, sobre todo, apremiada por sostener un estilo de vida que no puede pagar—, se convierte en el burro de la zanahoria, corriendo tras una ilusión al mismo tiempo que atropellan campesinos, obreros de clase baja, inmigrantes y todo el que ante el sistema ha dejado de ser humano; puesto que, en su angustia, los ven como enemigos. Los clasemedieros se convierten fácilmente en los ejecutores del trabajo sucio puesto que las pseudoreligiones en torno al bienestar y una falsa autoestima los justifican.
La postura de la administración pública argentina, rayando entre una indiferencia criminal y una represión armada en el norte del país —en la provincia de Jujuy, según noticias más recientes—, es una muestra de lo que ya se veía venir. Lo que debería preocupar al que va sobre la montura —es decir, a los grandes capitales transnacionales— es que el burro está cada vez más flaco y cuando no dé más de sí entenderá quién es el enemigo, y será cuando dé coces, mordidas y nada bastará para calmarlo.
Son millones de personas las que actualmente residen en el primer mundo y, aun multiplicando las horas de trabajo, jamás llegan a obtener lo que les promete el sistema. Mientras tanto, los pobres, cuyo largo historial de dolores y necesidades les ha enseñado a organizarse en torno a otros valores, pueden hoy comer cadáver de burro y mañana zanahoria, seguros de que cual hormigas pueden sujetarse a la tierra. Y en todo caso también caerán algunos de los grandes capitales.
[Foto de portada: Ilan Berkenwald]
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