Pablo Antonio Cuadra (1912-2002) es un poeta nicaragüense y principal figura del vanguardismo en Centroamérica. A la gran influencia que ejerció su obra en las letras nicaragüenses, debe sumarse su intensa labor como impulsor y difusor de la literatura en el país. Marca un hito muy importante en el desarrollo de las letras en este lado del trópico con el cultivo de su peculiar estilo literario al tratar temas del indigenismo mesoamericano y retratar con fidelidad el matiz del hombre aborigen y de su espiritualidad profunda.
Entre los poemarios escritos por él, uno de los más emblemáticos, Las cerámicas indias, es un libro que explora los paisajes de su país, la tradición histórica y legendaria, los arboles tutelares y la mitología nativa; y lo ha hecho con una palabra comunicativa y plástica, capaz de hacernos ver y escuchar la presencia y el canto de un mundo humanizado por la poesía.
Las cerámicas indias es un poemario cuyo estilo y escritura, en sentido y esencia, se aleja de algunos de los trabajos anteriores y es un recorrido por nuestras tierras indígenas, un viaje a los recovecos de nuestro propio ser.
Entre los poemas que conforman tal libro, “El nacimiento del sol” es uno de los que más ha llamado mi atención y que, a mi juicio, es donde se palpa con mayor autenticidad el sentido “shamanista”, la espiritualidad de las tribus aborígenes que guardan en su seno un tesoro invaluable para heredarlo a la posteridad. Pablo Antonio Cuadra se convierte, con sus versos, en un guía espiritual de la palabra:
He inventado mundos nuevos / He soñado noches construidas con sustancias inefables / He fabricado astros radiantes / estrellas sutiles / en la proximidad de unos ojos entrecerrados / Nunca, sin embargo / repetiré aquel primer día cuando nuestros padres/ salieron con sus tribus de su húmeda selva / y miraron al oriente. / Escucharon el rugido / del jaguar. El canto de los pájaros. Y vieron/ levantarse un hombre cuya faz ardió / Un mancebo de faz resplandeciente / Cuyas miradas luminosas secaban los pantanos. / Un joven alto y encendido cuyo rostro ardía. / Cuya faz iluminaba el mundo.
En el poema, el autor con el matiz colorido de la personal idiosincrasia abre una ilimitada cuenca del mundo amerindio, hecho —como él mismo lo refiere— de “sustancias inefables”. Se funden en sus versos los cuatro puntos cardinales con el salto del jaguar en el nacimiento del día, en el portentoso amanecer. Nace también la palabra con el “mozo radiante cuya mirada luminosa reseca los pantanos”, componente primigenio de la realidad íntima, la sustancia del ser embebido en el paisaje donde se contemplan las raíces mesoamericanas.
La fuerza que da forma, vida y que retrata en la composición poética ese mundo lleno de magia y misticismo, es el arraigado sentido de identidad con la tierra natal. Se pinta en el poema la voz de un peregrino de las formas, de un guía espiritual de la palabra. En todo momento de los versos irradia el destello de un nuevo amanecer, el anhelo de esperanza de un nuevo día dibujado con los zarpazos del animal sagrado y símbolo de la espiritualidad del pueblo. El autor busca arar en terreno fértil y sembrar las semillas para que la cultura florezca eternamente. En el arado fecundo está la sonoridad de la identidad colectiva.
El recuerdo de las cosas se sublima en el retorno de la memoria (no vuelta al pasado) como un intento de recuperar el futuro con el contrapeso de la unión sideral. El poeta en estos versos nos insufla nueva vida con las esencias de la expresión mítica. Es un caudal que proviene de la fuente del hombre aborigen y que desemboca en el expresionismo de la imaginación indígena.
La creación poética de Pablo Antonio Cuadra es equiparable a la sutil elaboración artesanal de una vasija que imprime símbolos con significaciones profundas y también estimulan la imaginación, y hacen pensar no solo en el nacimiento sino también en la muerte del sol, el vuelo del día que se pierde entre el paso infranqueable de la noche y que entre su ramazón lleva consigo la eternización de Hunahpú e Ixbalanqué.
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