El aroma de las flores que rinden culto a aquellos que no pueden tocarlas ni sentirlas, anda por todas partes rondando como la muerte. Pobres flores. Que destino tan infortunado. Todos los años sirven para adornar cajas de cemento, grises, sin vida, sin nada. El culto puede empezar en un altar donde su belleza rodea el retrato de su futuro dueño pero el cementerio las espera, de lo contrario solo formarán parte de una maldición que puede caer sobre aquel que no cumpla con llevarlas a donde pertenecen. La mayoría de ellas tiene que viajar kilómetros, con sus colores llamativos, llenos de vida; otras artificiales, muertas, pero perdurarán más a través del tiempo. Son víctimas de la nostalgia, del dolor, la tristeza, del pasado que se hace presente. Pero sin importar nada, siempre irán alegres, sin preocupaciones, porque se saben perfectas. Al mismo tiempo festejan el regreso momentáneo que la muerte le otorga al difunto; junto con la comida, el festejado puede disfrutar con los vivos para luego regresar satisfecho y feliz, porque aún es recordado y venerado. Además, sus pétalos son el camino que lo guiará de regreso a casa. Su naturaleza y su significado representan el retorno a la vida gracias al sincretismo de creencias y religión. Lo han hecho por años, dignas de una costumbre ancestral que generación tras generación se dan a la tarea de cumplirla.
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