El hermoso sol mañanero vaticinaba que mi segundo día en Puerto Ayora sería radiante. Al contrario del día anterior, no se divisaba ni siquiera una estela en el cielo que anunciara una borrasca. A las siete de la mañana, me encontraba ya cerca de los muelles buscando un local para desayunar para luego ver en qué podía ocupar mi día en la isla. Antes de salir, le había preguntado al hostalero cómo podía trasladarme de allí para Puerto Baquerizo Moreno, en la isla de San Cristóbal, pero era muy complicado, según me dijo aquel hombre recio, curtido de profundos surcos en la frente, de mirada seria, que le daba la apariencia de un viejo lobo marino. Claro que podría ir y venir el mismo día si alquilaba un ferry privado, pero era demasiado caro para lo que miraría en esa isla. Por ser capital de la provincia de las Galápagos, Puerto Baquerizo Moreno era un poblado más comercial y, por tanto, menos atractivo para el turista. Siempre estaba la opción de poder ir en un transbordador público, pero la desventaja era que solo salían por la mañana y que no podía regresar a Puerto Ayura hasta al día siguiente.
Siguiendo los consejos del buen hombre, ese día decidí explorar la isla de Santa Cruz y averiguar sobre los paseos guiados a otras islas que ofrecían las sencillas agencias de viajes que había en el lugar. Fue así como terminé por elegir una excursión que al día siguiente me llevaría a la isla de Isabela, la mayor de las Galápagos.
Luego del desayuno, anduve vagando por los muelles, buscando alguna oferta para explorar la isla durante el día. Lamentablemente, la mayoría de excursiones para la mañana estaban completas, así que decidí optar por una que saldría hasta después de la hora del almuerzo. Pero como era temprano y el sol lucía hermoso, pensé que quedarme en el pueblo, y todavía peor, metido en el hotel, no podía ser una opción. Pronto me enteré por algunos habitantes del lugar que el lugar de interés más cercano era la Playa de las tortugas, que se encontraba a cuatro kilómetros al oeste del lugar. Si caminaba a paso ligero y a una velocidad constante, lograría llegar a la isla, a través de un sendero boscoso, en hora y media o dos a lo mucho. Como no soy de quedarme dormido en mis laureles, me encapoté mi gorra, me puse una pantaloneta, compré suficiente agua pura y emprendí el camino tan solo un trifoliar turístico que contenía un mapa muy general con los puntos de interés de la isla y mi olfato de sabueso explorador que difícilmente me falla.
Mientras salía del villorrio, agudicé mis ojos para tratar de captar y comprender la forma de vida que llevaba la gente de la población, en su mayoría, personas sencillas que vivían por el cuidado y preservación de la diversidad de especies animales y vegetales que vivían en su isla. En realidad, la mayoría de la población eran ecuatorianos que migraban a las islas atraídos por las oportunidades laborales, ya sea como guardianes ecológicos de la isla y guías de turismo, capacitados por el Instituto Charles Darwin, ya en el sector de servicios tanto para los lugareños como para los visitantes. Lo que era cierto es que a pesar del ambiente rural que se respiraba, la calidad de vida era mejor en las islas que en cualquier otra provincia ecuatoriana. Por lo demás, las personas no eran muy diferentes que en otros lugares de América Latina: un mercado popular atiborrado de compradores, negocios para atender las necesidades básicas de la población, una escuela chorreante de risas infantiles y trabajadores del transporte público, tanto terrestre como marítimo.
Ya en las afueras del pueblo se encontraban las oficinas del Parque Nacional Galápagos, donde comenzaba el sendero que conduciría a la isla. Atrás de ella, era necesario subir una pendiente con una vista hermosa del pueblo y de la exuberante vegetación del lugar. Una tienda solitaria en la cúspide del cerro a donde los visitantes pasaban abasteciéndose antes de internarse en el bosque virgen. El sendero estaba muy bien cuidado y señalizado. Era un largo camino adoquinado limitado por dos bordillos de piedra negra que tanto abunda en el lugar. Haciendo valla al visitante, una rica vegetación tropical de abundantes lianas trepadoras; extraños arbustos enanos, a veces secos como chiriviscos y otras, de un verde brillante como el de las lustrosas limas; y enseñoreados cactus gigantes de las Galápagos, algunos cilíndricos y alargados, y otros adornados de enormes tunas jurásicas, como si fuesen los galantes reyes de la vegetación del lugar. La claridad de los rayos solares hacía relumbrar sus espinas mortíferas como si fuesen erizos guerreros, en unos casos; y en otros, suaves almohadillas afelpadas. En realidad por las formas y posiciones caprichosas que tenían, parecían que de pronto cobrarían vida y se convertirían en guerreros amazónicos dispuestos a batirse mortalmente.
Eran pocas las almas humanas con las que uno se podía topar en ese camino. Los bichos raros que se atravesaban en el camino y los ojos de reptiles que se atrevían a observar con insolencia desde sus madrigueras superaban en número a las personas que por allí transitaban. A ratos, se llegaban a descansillos o se pasaba por modestos puentes construidos con sencillas balaustradas de madera. Conforme me iba aproximando a la bahía, la alta vegetación quedaba atrás y solo se divisaba el follaje que formaban los hierbajos de sabana que alfombraban el campo. Y al fondo, siguiendo en línea recta, era posible ver el mar.
La playa era inmensa y soberbiamente solitaria, como lo eran sus islas en sí. Eso sí, callada, en una mortífera somnolencia, bullía la vida de seres mudos. La atmósfera estaba habitada por gaviotas, albatros, halcones de mar, pinzones y pelícanos que daban la bienvenida volando muy cerca de la cabeza. La arena era tan blanca y fina que contrastaba con el profundo color azabache de las piedras. Apenas se miraban unos pocos grupos de personas y lo demás era una hermosa calma. Uno que otro letrero en el límite de la playa con lo verdoso indicaba que eran áreas restringidas, puesto que por las noches, las tortugas marinas buscaban aquellas orillas para desovar y enterrar sus huevos en la arena. Esas áreas eran hospicios públicos, porque a la mañana, luego del desove, las tortugas madres abandonaban sus huevos para perderse de nuevo en el mar. De ahí, pasado el tiempo de gestación, las recién nacidas surgían de la arena, para buscar el mar, quizá en busca de la madre que las había abandonado. De ahí el nombre que recibía la playa. Era necesario andar con mucho cuidado, puesto que un mal paso podría estropear la vida de estos curiosos reptiles marinos.
En la playa también abundaban los enormes cangrejos rojos que se atravesaban de lado muy cerca de los pies de los pocos paseantes de aquel lugar. A lo lejos se divisaba el manglar rodeado de unas curiosas manchas negras cuya forma fui divisando conforme me iba acercando: eran bandas de iguanas marinas profundamente negras y rostros saurios que se formaban en filas, concentradas, como elevando una oración al sol. Uno podía pasar muy cerca de ellas y ni siquiera se inmutaban. Todas parecían estar poseídas de un espíritu filosófico que las arrobaba. Conforme me iba acercando al manglar, adonde las olas batían con fuerza, los grupos de iguanas se hacían más numerosos. De pronto, estaba rodeado de ellas y pienso que si en realidad fueran seres diabólicos, como las considera la fantasía popular, me habrían podido atacar hasta dejarme en huesos, pero ellas seguían embelesadas, con sus ojos amodorrados, rindiéndole su culto al sol, mientras obtenían el calor necesario que su sangre fría no les proveía naturalmente.
Era hora de regresar. Había sido una estadía maravillosa, pero si no volvía a tiempo, perdería la excursión de la tarde. El regreso a Puerto Ayora fue mucho más rápido. Tan solo pasé por la tienda abasteciéndome de agua y me fui a almorzar para estar en punto a las dos de la tarde en el muelle de donde saldríamos para otros puntos de interés en la misma isla.
La zona de los muelles es una hermosa caleta de la que sale infinidad de lanchas para realizar recorridos turísticos. Mi excursión salió a las dos en punto, pero solo éramos el guía, un uruguayo y yo. Desde el principio, el guía nos preguntó que qué tal éramos para caminar. Afortunadamente, tanto el otro compañero como yo resultamos muy buenos para eso, pues tuvimos que caminar entre un enorme pedregal negro que el guía llamó el infierno, precisamente porque al entrar allí se experimentaba un cambio de temperatura brusco. El terreno era muy accidentado, y había que andar con mucho cuidado para no caerse y golpearse entre aquellas piedras filosas que parecían cuchillas amenazantes de obsidiana que emergían del suelo. Por momentos, se hacía pequeños charcos a donde iban a beber las iguanas marinas que se camuflaban entre las piedras negras que parecían arrojadas de un volcán cretácico. De hecho, cada una de las islas del archipiélago eran volcanes extintos, según explicó el guía y aquellos residuos azufrosos no era más que la masa enfriada luego de miles y millones de años. Aquellas iguanas eran las descendientes directas de los reptiles gigantes que habitaron el planeta en la era mesozoica, aproximadamente hace 35 millones de años.
Una vez atravesamos este lugar árido y pedregoso, teníamos que subir de nuevo una lancha que nos llevaría por un estrecho canal a otro lugar más escondido todavía. Tomamos aquella vía hasta que fuimos a parar a las Tintoreras, unas pozas de agua que circulaban entre un estrecho cañón rocoso donde con suerte se podían avistar tiburones. No tuvimos esa suerte, porque esta era una época relativamente seca y los tiburones se acercaban a estas grutas cuando el mar se adentraba en ellas. Con toda la seguridad, el guía nos indicó que podíamos entrar al agua para hacer snorkels. El uruguayo se subía a unas rocas de considerable altura y desde allí se tiraba en clavado. Yo apenas me atrevía a dar un par de zambullidas, pero pronto me salía, porque el terreno era demasiado accidentado como para nadar en él. A cada pataleada mis pies se golpeaban con una filosa piedra.
Volvimos a la lancha, no sin encontrarnos un obstáculo: en el muelle estaba atravesado plácidamente un enorme león marino. El guía y el uruguayo lograron pasar sin despertarlo. Sin embargo, cuando llegó mi turno, aquel hermoso animal, que me recordó la mirada tierna de mi perrita, se despertó y no me dejaba pasar. Desde el otro lado, el guía me pedía que aplaudiera para espantarlo, pero cuando intenté hacerlo, el animal rechinó los dientes en señal de enfado y me mostró su filosa dentadura como si estuviera dispuesto a defenderse si lo atacaba. El guía volvió por mí y bastó con que diera un par de aplausos para que aquella criatura se hiciera a un lado y se perdiera nadando en las aguas. Pero al uruguayo no le fue mejor que a mí, pues cuando llegamos a la lancha, nos encontramos a otro enorme león marino descansando sobre su mochila. La siesta graciosa de aquel animal le había arruinado la cámara fotográfica y, según dijo él, valioso material fotográfico.
El último lugar que exploramos fue la Playa de los perros. No recuerdo el porqué del nombre, aunque quizá ahora deduzca que se debió a la gran cantidad de leones o lobos marinos y focas que había en el lugar. Al contrario de la Playa de las Tortugas, la arena de esta playa era oscura, bastante gris, cosa que no me extraña porque provengo de un país con una mayoría de costas con playas negras. Esto se debe al origen volcánico de estas playas. De hecho, estoy seguro que si una embarcación fuera capaz de navegar en línea recta partiendo del Puerto de San José, en Escuintla, llegaría con toda seguridad a alguna isla de este archipiélago, pues las Galápagos comparten el mismo meridiano con Guatemala. Eso explica por qué hay una diferencia de una hora entre estas islas y el resto de Ecuador, así como sucede con Guatemala.
El guía también nos explicó en qué consistía el fenómeno del Niño, que a finales del siglo XX había afectado de manera muy cruel a las islas. Por las Galápagos, al igual que en Perú y en Chile, pasa la Corriente de Humboldt, esta es una corriente de agua y viento helado proveniente del Polo Sur y que atraviesa la zona debido a la rotación terrestre. Esta corriente hace que el clima de toda la zona sea bastante fresco e, incluso, que en pleno trópico, como se encuentran las islas Galápagos, habiten una especie de pingüinos, que suelen ser más pequeñas que sus parientes del sur. Cada cierto número de años —y este fenómeno se observa con más frecuencia en los últimos años dado el calentamiento global— una corriente de agua cálida proveniente del norte choca con la corriente de agua fría y provoca el fenómeno. Cuando esto sucede, ocurren lluvias, inundaciones, pero el peor desastre ecológico es que los peces y otros organismos marinos, acostumbrados al agua fría comiencen a huir cuando esta se calienta. Esto representa una grave alteración en la cadena alimentaria del resto de especies, que comienzan a morir por inanición. En 1998, grandes cantidades de leones marinos y alcatraces se encontraron muertos en las playas porque de debilitaron al no encontrar alimento. En estas circunstancias es cuando uno llega a comprender verdaderamente el terrible mal que puede ocasionar el ser humano en el planeta.
Volvimos a Puerto Ayora a eso de las seis de la tarde. Lo primero que hice al llegar al hotel fue darme un baño reparador. Aquella noche cené en un lugar más austero y antes de que cerrara, logré comprar algunos souvenirs en una tienda artesanal, para recuerdos a la familia y a los amigos. Mientras caminaba en la playa, imaginaba la impresión que sin duda tuvo Tomás Berlanga cuando llegó por primera vez a estas islas deshabitadas, con estos seres que, en el siglo XVI debieron parecerle monstruos mitológicos. También pensé en los viajes exploratorios de Alexander von Humboldt por estas aguas y, por supuesto, con mucha nostalgia y emoción, la expedición de Charles Darwin, quien encontró en estas islas muchas de las claves para desarrollar su gloriosa e impresionante teoría evolucionista. Como broma, pensé que si algún día me veía en la necesidad de prenderle velas a un santo, sin duda que ese santo sería san Charles Darwin.
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