Un buen poema es aquel que nos hace pensar en su existencia como una suerte de milagro; una de esas casualidades inexplicables que nos develan aristas insospechadas de un sentimiento profundo y sobrecogedor; una especie de iluminación cósmica ganada a la intuición; el fulgor instantáneo de una supernova que, en su doloroso proceso de alumbramiento, se complace en mostrarnos universos renovados construidos con palabras.
Pero esa sensación trasmutada en imagen y esa imagen materializada en arquitectura lingüística es necesariamente algo más que el producto de una inspiración arrobadora hecha a capricho de un ardor neurótico. Si bien es cierto que el buen poeta puede tener una predisposición innata hacia los místicos entresijos de lo que está oculto, así como los brujos y hechiceros están naturalmente atraídos hacia las artes oscuras, el virtuosismo de sus creaciones es producto de un sesudo trabajo y una paciente acomodación de los recursos expresivos para que, cual brillante prestidigitador, pueda ofrecernos el prodigio de la poesía.
Y es que la magia de la poesía es y será siempre la combinación equilibrada de esos dos componentes: ese don clarividente por el que accede a verdades universales e intuye potentes imágenes; y esa habilidad que, como artesano de las palabras, le permite ir cincelando la forma perfecta para ese cúmulo de experiencias inasibles, las cuales estarían condenadas a perderse de no ser por el soporte que le da la edificación poética.
Paolo Guinea Ovalle, en Caballitos, precisamente nos presenta una ósmosis entre esta intuición renovada capaz de esclarecer sentimientos insondables a partir de las experiencias más prosaicas, y una añeja madurez, no solo para escarbar y extraer la pulpa de estos reconcomios sino también para buscar la palabra más precisa y la construcción más atinada que exprese ese transitar de emociones sosegadas pero recónditas, dando vueltas en su mundo interior; pero además posee el envidiable sentido de la síntesis, que le permite condensar sus inconmensurables experiencias con una claridad que se destila directo a la emotividad del lector.
Sus poemas son certeros dardos que, sin ser hirientes, calan a lo más hondo y hacen florecer un sentimiento que empatiza de inmediato con la voz lírica, siempre susurrante y serena, en una actitud reposada y contemplativa, resignada, a pesar de sus carencias y nostalgias, de sus elucubraciones filosóficas acompañadas de dolor y melancolía contenida:
«Vivo en un inmenso apósito,
debajo de él fluye el miedo
por encima nosotros
reflejando las heridas
y escurriendo lamentos».
«Dios
cualquiera que seas
desadelántame del tiempo.
Tiempo
quítame ese desarrojo
y ponme a las menos punto».
«La cordura, al final de los años
no es cuestión que se plasme en los pasos
ni en las fotos ni en los edemas reivindicativos.
Tampoco epitafio
calcomanía o estruendo.
Es tan sólo un tenso nudo
que sirve de un lado a otro
para inventarse de puente
mientras nos esfumamos».
Difícil es no sentirse identificado con esta voz lírica que lanza con simpleza arrolladora estas luces que emanan de su interior y que motivan a preguntar por qué; invitan a conocer más sobre esa agitación que la desasosiega. «Hay un ápice de ti en todo esto que no es tuyo». «Escribo para no olvidarme de que me tengo». «No hace falta suicidarse para desaparecer». «La culpa es una ataxia inmisericorde del espíritu». «Mucho de lo que por dentro cargo es ajeno».
Como el mismo poeta lo ha expresado sabiamente alguna vez, estos poemas son «piedritas», «fogonazos», «esquirlas» y «escombros» que, de poco en poco y de tanto friccionar la piel, golpean, queman, arden, matan algo dentro del lector; pero también son «luces», «rayos» y «filos de esperanza» que alumbran el camino y que nos hacen reconocernos más humanos:
«Las bocanadas de luz
también inflaman algo
la noche».
«Más vale que proyectes tu propia sombra
para que después tu luz no se quede
sin cadáver».
Aunque cada una de estas pedradas, lanzadas como suaves caricias, darían ocasión para irse deteniendo, para irlas meditando una a una. Resta hacer énfasis en el sentido de moralidad desinteresada que recorre transversalmente cada una de las composiciones; moralidad emparejada más al sentido común que dota la sensibilidad hacia el otro y no a la dictada por un sistema irracional de reglas alejado de la esfera de la acción.
«Cuando veo cómo mi abuela
se remienda a pedazos
hay una parte de mí
que se cae de vergüenza».
«Vi yerros apareándose con indulgencias
en el callejón de la doble moral
lo hacían a oscuras y santiguándose
con susurros».
«Si es prístina la conciencia
de hojaldra será la dignidad
y si fecunda es la desgracia
de piedra la voluntad».
†
Hermosamente escrito. Me encantó.
Muchas gracias, Bel Bran.