Un bicentenario y la patria que merecemos


LeoMucho se ha hablado acerca de los factores que contribuyen a producir cambios sociales significativos. En nuestras sociedades centroamericanas cada vez más desesperanzadas, claro está que existen posturas de posturas en un afán de querer saltarse un sistema de poder que se enraizó tanto y que ahora es una especie de cáncer social que se extiende por todos los rincones y que va pudriendo lo que encuentra a su paso.

Quizá las más optimistas de estas posturas son aquellas de carácter individualista que afirman tajantemente que un cambio social solo es posible por la suma de los cambios individuales, privados, casi como resultado de una profunda introspección y examen de conciencia que nos invita a actuar «correctamente» y, a partir de esta concienzuda acción, se produce el milagroso acto del cambio social.

Esta postura, inocente y cándida, tan solo es capaz de despertar una tierna sonrisa. Sin embargo, ha sido tan enarbolada en los países del inframundo —por no decir de Tercer Mundo— que sin duda ha encontrado apoyo institucional en iniciativas como GuateAmala, por poner un ejemplo entre muchos. Esta postura suele ser la de clases medias acomodadas y con cierto nivel de instrucción liberal que ingenuamente suponen que la clave del cambio solo puede producirse a partir de una revolución interior; y para algunos —incluyendo la parvada de iglesias pentecostales y de otras denominaciones— de una revolución espiritual.

Ciertamente que cualquier revolución implica un período de gestación en el que las personas deben experimentar una «toma de conciencia» que solo puede llegar a producirse al adquirir un conocimiento profundo de nuestra realidad. Pero esta «toma de conciencia» y esta «transformación individual» por sí solas no son suficientes para llevar a cabo un cambio social, por muy necesario que sea pasar por este proceso o por muy profundo que sea este conocimiento. Mucho menos efecto podrían tener esas llamadas «revoluciones internas individuales» que no son otra cosa que la introyección de las reglas de juego impuestas por las clases dominantes y que, en vez de fomentar el camino hacia un cambio, cimientan el aborregamiento doméstico.

Existe otra postura, ampliamente reconocida por muchos sectores sociales y muy políticamente correcta, pero igual de inútil para los tiempos que corren. Esta es la que avala la protesta pacífica y el diálogo como principales manifestaciones de la desobediencia civil. Implica cierto grado de organización ciudadana, pero «sin perder la pose» progresista ni el tupé de los buenos modales. Quizá —y esto todavía se me hace muy cuestionable— estas políticas pacifistas puedan tener algún tipo de efecto en los países de primer mundo, donde las fuerzas políticas, económicas y sociales mantienen un equilibrio osmótico que propicia espacios significativos para el diálogo. Quizá ocurra en Dinamarca, en Islandia o en Liliput; pero en los países centroamericanos tan solo conforman un histrión necesario que sirva de frágil contrapeso a las políticas oficiales.

El mejor ejemplo de este fracaso son los resultados lamentables de las manifestaciones de Guatemala desde 2015 hasta el día de hoy. En cierto sentido, es una forma de aceptar nuestra suerte de pueblo oprimido que, ingenuamente, todavía nos tragamos la idea de que nuestras peticiones y quejas son escuchadas.

Hace ya algunos años leí un artículo en donde se expresaba que la época de las revoluciones había muerto ya. Algunas de las ideas que recuerdo de ese artículo es que los grupos de poder se habían nutrido de tal manera que, hoy por hoy, era imposible arrebatarles este poder. Las sociedades capitalistas o seudocapitalistas habían creado todo un sistema de recompensas entre crecientes clases medias que terminaron por domesticarlas, acomodarlas y despreciar cualquier reflexión que promoviera profundos cambios sociales. ¿Quién quiere ahora salir y mancharse de sangre las manos si el sistema nos da toda esa adrenalina en juegos virtuales? ¿Quién quiere ahora rifarse el cuerpo en las calles si las iglesias ofrecen un sistema extraterrenal donde, sin duda, viviremos mejor que en este sistema? ¿A quién se le ocurre detenerse a reflexionar sobre profundas ideas políticas que los filósofos han ido acumulando por siglos, si es más entretenido ver la programación farandulera que ofrecen los medios de comunicación?

La configuración del mundo actual responde a un orden establecido por las potencias mundiales y muy poco se puede hacer si se ha eliminado sistemáticamente la actitud combativa. Un revolucionario hoy en día podrá ser un histrión, un loco o un payaso, pero menos un revolucionario. Esa es una especie extinta.

Centroamérica, a las puertas de un bicentenario absurdo, es apenas un punto insignificante en el globo en el que no ha existido una sola revolución. Basta ver el caso específico de Guatemala con su revolución independentista fracasada, su revolución liberal fracasada, y su primavera democrática fracasada. Parece ser que nuestro pueblo está hecho de fracasos; que en nuestras fibras solo corre la leche del fracaso; y así vamos de fracaso en fracaso hasta tener la sociedad que hoy tenemos y que sin duda nos merecemos. Pero mientras sigamos creyendo que somos «algo importante» dentro del globo y que nos refocilemos dentro del mundo de fantasía que nos hemos creado, seguiremos pensando que tenemos la perfecta sociedad y que solo los medios pacíficos nos llevarán a construir el modelo social deseado, que en realidad es un modelo social implantado.

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