Hace unos meses me dieron una noticia que me cayó como un balde de agua fría: a una de mis tías más cercanas le diagnosticaron cáncer y, además, le dieron de plazo tres meses de vida.
En principio cuando recibí la noticia me invadió una inminente tristeza mezclada con frustración. Reflexioné un momento sobre la crudeza de los plazos, los panoramas frente a la enfermedad desde el punto de vista del diagnóstico y posteriormente del pronóstico. Luego me invadió una negación profunda. Visité a mi tía, me senté junto a ella, conversamos mucho y me negué a volver a visitarla físicamente. Me sentí egoísta y mucho más cruel que el mismo pronóstico.
Sabía que uno de sus últimos deseos era ir al mar y cuando lo supe lloré por muchas horas, y volví a sentirme abatida. Fue pasando el tiempo y yo solo me comunicaba con ella por mensajes de texto, nada más. Durante el proceso necesitaba encontrar maneras de entender el tema del plazo. Ni siquiera de la muerte, sino del plazo. Y entonces pensé en un juego lúdico, al menos en mi familia, con mis primos y primas tomados de la mano, cuando cantábamos dando vueltas: «juguemos en el bosque mientras el lobo no está. Lobo, ¿estás?»; y el lobo se preparaba para buscarnos así como también se prepara —o nos prepara— la muerte. Recordé también el cuento en verso de Jorge Volpi, Oscuro bosque oscuro, magistralmente bien llevado entre la narración del cuento infantil de origen germánico a hechos reales acaecidos en la Segunda Guerra Mundial.
Pensé nuevamente en el plazo, en la sentencia de muerte como en ese terreno ambivalente: jugar en el bosque siendo un tierno infante, mientras que al caer la noche en ese mismo bosque se derrama la sangre de un batallón de policías de reserva. Pensé en el plazo como en la atmósfera gris del bosque. El niño sigue dentro del juego lúdico, pero a la vez el plazo está corriendo: en cualquier momento cae la noche y el niño se convierte en adulto (policía de reserva) y será perseguido hasta el derrame de su propia sangre por el lobo en el bosque, hasta morir.
Hasta que un día por suerte llegó donde todavía me mantenía en el margen, en ese perímetro de los días contados. Tomé la fuerza para visitar a mi tía. Ella ya no podía hablar, pero me senté al lado de su cama y le compuse una canción de cuna que salió espontáneamente de mi alma. Traté de arrullarla con mi voz poco melodiosa. No quería seguir evitando el dolor ni quería quedarme con las palabras atoradas como un nudo negro y pegajoso en la garganta. Quería pedirle perdón por mi egoísmo, por no haberla visitado más, por no llevarla al mar, por haberme negado a acompañarla más tiempo en su proceso, por haber sido tan egoísta y por haber tratado de protegerme para no tener que sentir furia, enojo, tristeza, dolor, ira, amor, ternura, compasión, esperanza y desesperanza. Y ahora sé que su recuerdo me será entregado cada mañana con el primer rayo de luz.
Por eso hoy más que nunca les empujo a buscar sus mares, a bañarse en sus aguas, a contemplar silenciosamente la grandeza de su inmensidad. No se protejan tanto de la crueldad del plazo. Aplacen más bien la resistencia, el miedo, la pereza, la falta de empuje y sosténganse por más tiempo, den un brinco más, un paso más, sonrían una y otra vez aunque estén cansados y vivan la certidumbre del ahora.
Ver todas las publicaciones de Elizabeth Jiménez Núñez en (Casi) literal