Con la sospecha de que Borges en realidad nunca tradujo esta obra, recientemente me embarqué en la lectura de la novela Orlando de Virginia Woolf. Ni siquiera había llegado a la mitad cuando un episodio de cinco o seis páginas me dio el germen de este artículo.
Esta historia es una burla sutil al género biográfico en tercera persona. Narra las peripecias de un guapo aristócrata inglés —de piernas hermosas y amante de la literatura— a lo largo de cuatro siglos: desde la época isabelina en el siglo XVI hasta el primer tercio del siglo XX. Si bien la sátira descarada de las leyes del tiempo basta para que el lector se enfrente a una novela transgresora, hacia la mitad del libro acontece un hecho todavía más extraordinario que me propongo resumir a continuación.
Siendo embajador del rey de Inglaterra en Constantinopla, Orlando organiza en sus aposentos una fiesta tirando la casa por la ventana y en medio de la cual se queda inexplicablemente dormido, permaneciendo así durante varios días sin que hubiera modo de despertarlo. Mientras él duerme, ocurre una sangrienta insurrección contra el sultán en la que rebeldes turcos incendian la ciudad y degüellan a cuanto extranjero encuentran a su paso. Este suceso, de no ser por un desfase temporal de dos o tres siglos, hubiera sido fácil de asociar de manera histórica a la caída de Constantinopla.
Cuando los turcos entran en el cuarto de Orlando este aún está dormido, lo dan por muerto y así se salva de milagro. Luego, tres arcángeles misteriosos bajan del cielo a cantar alrededor del hombre que permanece inerte. Cuando se van —y para asombro del supuesto biógrafo, que no encuentra las palabras para no parecer inverosímil— Orlando despierta convertido en mujer.
Pero a Orlando este hecho no parece inquietarla demasiado (a partir de este punto, y sin ningún tipo de reparos ni explicaciones, el biógrafo empieza a referirse a ella). De hecho, durante un tiempo se une a un grupo de gitanos errantes y se viste como cualquiera de ellos. El verdadero problema ocurre cuando por primera vez usa un vestido para abordar el barco mercante Enamoured Lady, que la llevaría de vuelta a Inglaterra, pues solo hasta entonces se enfrenta al hecho de ser mujer y todos los privilegios y la responsabilidad de su condición.
Ni siquiera tuvo que bajarse del barco para darse cuenta de que odiaba la inutilidad práctica de su nuevo vestido y que hubiera preferido regresar a Turquía y ser de nuevo una gitana. Sin proponérselo, Orlando empieza a provocar los favores del capitán y la mirada lasciva de los marineros del barco, todos encantados de su belleza. Esta situación le hace reflexionar que las cualidades físicas de una mujer podrían significar la perdición para cualquier hombre. Pero si el espectáculo de sus piernas desnudas era una sentencia de muerte para un sujeto, acaso honrado, con una mujer y familia que mantener, ¿era su obligación ocultarlas, tal como en otras circunstancias se lo hubieran hecho creer desde niña?
Si bien Orlando antes de la transformación no necesitó ser masculino para ser un hombre atractivo, ahora esta nueva e inmerecida sensación de culpabilidad a causa de su propia belleza le hace sentir estúpida. «¡Qué tontas nos hacen, qué tontas somos!» Toda la incomodidad que nunca tuvo con su cambio de sexo al lado de los gitanos la empieza a sentir solo hasta ahora que está a bordo del Enamoured Lady y se reincorpora —por primera vez como mujer— en la cultura occidental.
Por primera vez hace autocrítica de cuando era varón y exigía que las mujeres fueran «sumisas, castas, perfumadas y exquisitamente ataviadas»; precisamente ahora que debía padecer en carne propia todas estas exigencias y descubría, a juzgar por sí misma, que las mujeres no eran nada de eso. «Solo una disciplina aburridísima les otorga esas gracias».
De esta forma Virginia Woolf se encarga de que el lector sepa que algo ha ocurrido con la humanidad de Orlando más allá de un evidente cambio de sexo. Su forma de pensar ya no es la misma y hasta el biógrafo se da cuenta cuando opiniones como esta: «Por pobres e ignorantes que seamos comparadas con el otro sexo (…) a nosotras nos prohíben hasta el conocimiento del alfabeto», emitidas por su persona biografiada, le hacen ver que «algo había ocurrido en la noche que la inclinaba al sexo femenino, pues hablaba ahora más como una mujer que como un hombre, y no sin cierta satisfacción».
Llegado a este punto es fácil suponer que Virginia Woolf construyó esta nueva versión de Orlando con destellos evidentemente feministas. Justo antes de desembarcar del Enamoured Lady, Orlando grita: «¡Gracias a Dios que soy mujer!», y su biógrafo concluye que ella estuvo a punto de incurrir en esta «suprema tontería» de enorgullecerse de su sexo, pero se dio cuenta de lo inútil que sería.
Y por supuesto. No hay nada más estúpido para un hombre o para una mujer que envanecerse de eso.
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