A veces leemos un libro y la moraleja nos golpea en la cara como cuando éramos niños, con las fábulas de Esopo que, para que no se nos ocurriera equivocarnos, algunas publicaciones incluían la moraleja escrita por aparte al final de la historia, en cursiva y en letras más grandes que el mismo cuento. ESTE ES EL MENSAJE. No se les ocurra ignorarlo.
Eso era lo normal. Lo clásico. La razón de ser de la literatura, al menos en sus inicios. Y en el fondo quizás lo sigue siendo, solo que ahora los mensajes son mucho más difíciles de vender.
La gente cambia. La literatura cambia. Ya nadie (o casi nadie) lee fábulas. En estos tiempos a los lectores no les gusta que les expliquen los mensajes. No les interesa la opinión del escritor. Le molestan las cosas obvias. Ahora, para mandar un mensaje, para enseñar, hay que hacerlo con subterfugios. O para citar una frase conocida: “Las acciones hablan más claro que las palabras”. Ahora no es lo que el autor diga, sino lo que los personajes hagan.
Matilda no es una heroína porque Roald Dahl nos dice que lo sea. Lo es porque lee, porque aprende, porque se rehúsa a ser lo que sus padres quieren que sea. Katniss Everdeen no es una heroína porque es buena con un arco y una flecha, sino porque estaba dispuesta a morir por su hermana. Neville Longbottom no se convierte en uno de los personajes más importantes en Harry Potter porque J. K. Rowling le escribió las palabras correctas, sino porque lo vemos crecer, porque vamos descubriendo poco a poco al mismo tiempo que lo descubre el personaje, que ser valiente significa muchas cosas, y que a veces, la gente que uno menos espera resulta ser la más fuerte. Tal vez en este respecto, la literatura se está comenzando a parecer cada vez más a la vida.
No hay moralejas en el día a día. No hay villanos con capas negras ni héroes con espadas. Hay gente normal, tomando decisiones difíciles cada día. Decidiendo ser mejor. Equivocándose. Creando cosas maravillosas. Descubriendo secretos. Aprendiendo de sus errores. Siendo mejores o peores, pero personas de carne y hueso. Reales.
Y para eso escribimos, ¿no? Para contar la verdad. Para pintar el mundo con palabras. Para que ese lector en un momento determinado pueda, en las palabras de alguien que nunca lo ha conocido —y que probablemente nunca lo conocerá—, descubrir esa parte de él que pensó que nadie nunca encontraría, las palabras para expresar.
La literatura. La vida. Dos caras de la misma moneda.
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¿Quién es Lissete E. Lanuza Sáenz?