La hondonada nos dejó sin caricias y varias noches sin poder dormir.
Gustavo Cerati, Fantasma
Me pregunto si en alguna otra dimensión el cineasta Kim Ki-duk juega golf, repara objetos, limpia el desorden y pone dulces melodías en casas deshabitadas, como lo hace Tae-suk, su personaje principal en la película Iron 3 (2004, también conocida en ámbitos hispanoparlantes como Hierro 3). De lo que no hay duda es que al gran director surcoreano no se lo lleva la sobornable policía ni lo condena un implacable marido enfermo de celos que se niega a soltar a su presa y con esto provoca la desgracia de todos.
En 2020 a Kim Ki-duk lo liberó de este plano terrenal un virus pandémico de nombre tan anodino que se disipara como un fantasma al no mencionarlo. Los personajes principales del director se caracterizaban por su ligereza, por elegir un exilio de sí mismos y por refugiarse en el silencio como trinchera en un mundo enfermo de ruido; personajes que miden, palpan y escalan su celda para luego escabullirse como el viento, creando un universo propio despojados de las agujas del reloj.
Aliento (2007) es otra de las películas de Kim Ki Duk que trastocó fibras profundas en mí. Estertores de soledad otorgan un hálito de vida a personajes sumergidos en entornos agonizantes, mismos que se ven empujados a crear escenarios cálidos, primaverales e idílicos en un intento de mitigar el frío hostil que los acecha.
Leí que una de las películas que marcó a Kim Ki-duk como cineasta fue Los amantes del Pont Neuf (1991) del director francés Leos Carax, que a mi parecer es una suerte de pintura impresionista: todo un Monet del séptimo arte encargado de la noble labor de plasmar la luz y el instante. Una de las primeras escenas de la película francesa me remitió de inmediato al video musical de UNKLE: Rabbit in your headlights, en donde un aparente indigente con rasgos notoriamente esquizoides deambula por un túnel en donde los vehículos lo arrollan una y otra vez.
Los amantes del Pont Neuf son indigentes que juegan a la ruleta rusa, se protegen con la intemperie de la noche parisina y la apacible corriente del Siena. Viven en el exilio de un puente como dos planetas que chocan entre sí, desposeídos y desterrados; dueños de todo por no querer nada.
En las películas de Kim Ki-duk se muestra cómo las relaciones humanas son un fenómeno complejo. Al albergar deseos, anhelos y expectativas se forja a su vez —paradójicamente— un camino al sufrimiento y al desengaño, así como lo señala Jean Paul-Sartre en su obra de teatro A puerta cerrada (1944), de la que, al final de un parlamento del personaje de Garcin, se desprende una de las frases más célebres e icónicas del autor francés y quizá del existencialismo del siglo XX: «El infierno son los otros»; pero en el caso de Kim KI-duk, vale decir, el otro como verdugo, como enemigo, como proyección, como una trampa y, sobre todo, como imposibilidad de diálogo. Ese eterno carrusel en donde se corre uno detrás del otro sin nunca poderse encontrar. Todo en suspenso para siempre.
El infierno sartreano está desprovisto de espejos; es decir, hay una ausencia del propio reflejo, una negación de la mirada del otro y con cuya ausencia debemos reafirmar nuestra existencia: he ahí la paradoja. Quizá sea por esto los personajes del director surcoreano se aletarguen en el tiempo buscando esa mirada que de alguna manera les otorgue cierta consistencia.
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