Proyectos imaginarios: el porqué de un título


Uriel Quesada_ perfil Casi literalLa primera tarea que me encargó Alfonso Guido, nuestro editor, fue proponer un título para esta columna que ahora inicia. Le envié tres opciones y, finalmente, acordamos que fuera Proyectos imaginarios.

Este nombre tiene sus orígenes en la década de 1980 en una oficina de gobierno. Yo aún era estudiante en la Universidad de Costa Rica, tenía 21 años y necesitaba dinero. Conseguí un puesto de analista de tarifas telefónicas en una institución llamada SNE, que regulaba los precios de los servicios públicos. Éramos ocho burócratas en un enorme salón, en la sexta planta de un edificio desangelado al oeste de San José. El departamento tarifario era una mezcla de personas con alguna formación académica y personas con mínima educación. Hacíamos lo posible con calculadoras de escritorio mientras nuestros regulados tenían equipos de decenas de personas y computadoras enormes, protegidas en cuartos fríos con ventanales que iban del piso al cielo raso. Mi oficina era como una escena sacada de un cuento de burócratas de Mario Benedetti: un estar por estar y una larga espera de que algo pasara.

Para sobrevivir el día se bailaba salsa, se hacían largas visitas a otras unidades de trabajo, se pedían permisos de horas para realizar gestiones supuestamente impostergables. También se conversaba mucho. Uno de nuestros temas recurrentes era el futuro. Soñábamos con ganar la lotería, conseguir un trabajo mejor o fundar nuestra propia empresa. A menudo alguno de nosotros aportaba una idea, la mayoría de las veces sacada de una revista o de una película. Solamente uno de nosotros no participaba en la construcción de esos sueños.

Desde su escritorio, en una esquina, don Mario, quien llevaba más tiempo que nadie en el SNE, nos miraba y decía con fisga: «Ya vienen ustedes otra vez con sus proyectos imaginarios». De inmediato hacía repaso de iniciativas ya descartadas: desde empaquetar ensaladas para los que estuvieran a dieta hasta ayudar a la inminente revolución que nos pondría a los pobres en el poder. A veces yo argüía que los proyectos eran imaginados, no imaginarios, pero en muchos casos realmente no se sabía la diferencia. Entonces el plan moría ahí mismo, o iba languideciendo con los días movido por nuestra desidia. Al final todos terminábamos tan amigos como antes y la oficina seguía igual hasta la siguiente idea para cambiar radicalmente nuestra vida.

Yo trabajé en el SNE apenas tres años. Al dejar mi puesto perdí contacto con mis compañeros y no supe más de ellos, aunque asumo que muchos terminaron jubilándose de la institución y ahora deben estar gozando de sus nietos, o talvez ya han muerto. Siempre he guardado con cariño el recuerdo de esas discusiones que nos permitían atrapar un futuro quizás mejor, con más dinero en el bolsillo y menos carencias inmediatas. Esa fue también una etapa fundamental para mi formación: tuve mi primera experiencia manejando personal, pasé a ser estudiante del turno de noche, empecé el camino de la independencia económica, conocí de primera mano las contradicciones del deseo… En otras palabras, pasé a ser adulto. Y esa constante voluntad de exploración y crecimiento ha sido desde entonces mi «proyecto imaginario». De esta forma retomo esa frase irónica, la hago mía y la convierto en homenaje a esas personas a las que nunca les dije lo importantes que fueron en mi vida. Espero que ustedes, lectores, lectoras y lectorxs, me acompañen en este nuevo viaje al presente y al futuro.

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