Para unir dos existencias no es bastante complacer al brutal apetito de la carne, pronto saciado, sino que precisa un acuerdo absoluto de las almas, del temperamento, del humor.
Es necesario saber distinguir si el apasionamiento que sentimos lo inspiran los atractivos corporales, un deseo voluptuoso que nos embriaga, o el encanto profundo y suave del espíritu.
Guy de Maupassant.
Hasta la fecha han sido cuatro los filmes que me han causado gran conmoción, es decir, que han sobresaltando mi espíritu. El primero de ellos fue El caballo de Turín de Béla Tarr, un desolador drama que tiene como punto de partida el episodio altamente conocido en el que Friederich Nietzsche suelta en llanto y se entrega a la locura después de presenciar cómo un cochero azota a su caballo. El segundo fue Saló, o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini, historia basada en la novela del Marqués de Sade escrita durante una de sus frecuentes estancias en prisión. Las últimas dos pertenecen al director Roman Polanski, la primera es El quimérico inquilino, magistral película de terror psicológico protagonizada por el mismo Polanski; y la segunda es Luna de hiel, adaptación de la novela Lunes de Fiel, de Pascal Bruckner.
Antes de hablar de este filme pienso que es pertinente hacer énfasis en la vida de Roman Polanski, una especie entre genio y personaje sacado de una novela de Nabokov; esto último como cómica alusión a que sus parejas siempre han sido muchísimo menores que él y que en 1977 fue acusado de violación a una menor de 13 años, hecho ocurrido en la casa de Jack Nicholson ubicada en Mulholland Drive. A pesar de su exitosa carrera, su vida personal ha estado trastocada por la tragedia, desde la muerte de su madre en Auschwitz hasta el perverso asesinato de su esposa Sharon Tate, con ocho meses y medio de embarazo, en manos de la secta de Charles Manson. Hice este énfasis ya que pienso que toda esta serie de sucesos en su vida indiscutiblemente influyeron en su labor artística, y para atreverse a dirigir un drama tan retorcido como Luna de hiel es, de alguna manera necesario, haber sido arrollado por el amor, la fatalidad y la tragedia, aunque caiga en redundancias con este dominó de tercetos y sinónimos.
En Luna de hiel, Nigel (Hugh Grant) y Fiona (Kristin Scott Thomas) son una pareja que navega en un transatlántico rumbo a la India con el fin de darle un nuevo aire a su matrimonio de siete años. Quedan adormecidos por la belleza y aparente templanza de un mar que los envuelve con la típica calma que antecede al desastre, al naufragio. En esta travesía conocen a Mimi (Emmanuelle Seigner) y a Oscar (Peter Coyote), una pareja que ha transgredido los límites del amor, la pasión y la obsesión. Nigel muerde un doble anzuelo al ser seducido por la exuberante belleza y sensualidad de Mimi y a su vez por la cautivante personalidad de Oscar, quien al percatarse de la atracción de Nigel por su esposa, decide narrarle los hechos que lo llevaron a estar atado a una silla de ruedas. A partir de esto se desencadena una serie de flashbacks en los que el espectador y el propio Nigel son testigos de la naturaleza intensa, contradictoria y misteriosa del amor.
En esta historia de Mimi y Oscar, el amor se muestra en sus más perversas desviaciones, exponiendo la asombrosa capacidad de los seres humanos para degradarse y corromperse hasta el punto de actuar en contra de sí mismos, convirtiendo la relación en un absurdo juego de poderes en el que irónicamente no hay ganadores ni perdedores, tan solo destrucción.
Los Oscar y las Mimis circulan en lo más oscuro de nuestra sangre, y es esto justamente lo que estremece al espectador, el saberse capaz de desarrollar una obsesión tal que lo lleve a abandonar toda voluntad. Luna de hiel, más que una historia de amor, es la historia de una obsesión que bien podría ilustrarse con la historia del capitán Ahab, cuya obsesión con dar muerte a la ballena que le arrebató una pierna lo lleva a los límites de la locura y a ser devorado por su misma presa.
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