La vida es una muerte en proceso y vivirla con miedo nos distrae.
Todo sucedió justo después de una reunión de trabajo en un día cualquiera. Salimos del restaurante alrededor del mediodía. Subimos al auto, lo echamos a andar y cuatro cuadras después sucedió lo inesperado.
Justo antes de llegar a la intersección de Blair Street y Cedar, muy transitada en Takoma Park en Maryalnd, apenas a unos veinte metros del semáforo —que por cierto, estaba en rojo—, un auto color turquesa se cruzó abruptamente y me forzó a frenar de golpe para no estrellarme. Al parar, mi primera reacción fue la de maldecir al conductor, al igual que Diana, quien me acompañaba en el asiento del copiloto. El imprudente conductor golpeó sus llantas en la calzada, lo cual hizo que bajara un poco la velocidad y siguió en dirección a la intersección sin importar que la luz estuviera en rojo. Aquella situación me pareció extraña y traté de observar más detalladamente. Fue entonces que me di cuenta lo que pasaba: el conductor estaba convulsionando.
De inmediato y sin pensarlo detuve el auto a mitad de la calle, abrí la puerta y salí corriendo hacia el otro auto en movimiento. Logré alcanzarlo, me lancé sobre él y metiendo la mitad de mi cuerpo por la ventana del conductor —que por suerte la traía abierta a pesar de que el clima aún estaba frío— logré alcanzar el freno de mano y detuve el auto. Todo fue tan rápido, apenas pasaron unos cuantos segundos, aunque todo parecía ir en cámara lenta, como si el tiempo se hubiera detenido. Mientras tanto el conductor seguía sufriendo convulsiones y echando espuma por la boca. Sudaba mucho y sus ojos estaban abiertos y en blanco.
Era un hombre de unos 40 o 45 años, robusto y muy grande. Tenía tatuajes en los brazos y una cicatriz muy grande en su vientre, como las que quedan después de una cirugía. A su lado había un bastón y varios botes de medicinas en el compartimiento ubicado entre los asientos.
Rápidamente abrí la puerta del auto e intenté inmovilizarlo para que no golpeara su cabeza contra el cristal o se lastimara las manos. Recuerdo haberle hablado todo el tiempo buscando atraer su atención que, según yo, ayudaría para que no perdiera el conocimiento. No sabía qué hacer, pues no tenía idea de lo que le sucedía. Pensé que lo mejor sería sacarlo del auto. A todo esto, el auto estaba parado en medio de la intersección. El tráfico se había detenido al ver lo que ocurría. Algunas personas se acercaron para ayudar y otros solamente por curiosidad. Una chica agarró su celular y marcó al 911, donde alguien comenzó a decirme qué hacer. Y así, tendido en el pavimento, en mitad de la intersección, comenzamos a darle primeros auxilios a aquel hombre. Minutos después llegaron los bomberos. Solté la mano del tipo y me aparté. Aún recuerdo sus ojos que, todavía un poco perdidos, me observaban fijamente mientras lo atendían los paramédicos. Me fui sin saber quién era, cuál era su nombre, si tenía familia, de dónde era, qué le sucedía, si se había recuperado o si lo había alcanzado la muerte.
Seis meses después me encontraba en un restaurante en Washington, DC. Era mediodía. Estaba sentado en una mesa junto a la ventana cuando de pronto, frente a mí, apoyado en su auto color turquesa, estaba el hombre robusto de brazos tatuados, con un bastón en su mano y esperando cruzar la calle.
Nos aterra pensar en la muerte a pesar de que la enfrentamos a cada minuto.
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