Lo recuerdo como si fuera ayer, el tío Chema y yo sentados en las viejas sillas bordadas con tiras de hule color verde del porche de la casa de tía Y., terminando el ultimo trago que quedaba de una botella de ron. Entre chistes, recuerdos y conversaciones filosóficas, el tío Chema me sorprendió diciendo: «Me encanta ir al mall y ver cuántas cosas no necesito», cerrando con esas palabras la conversación, la cual sinceramente no recuerdo.
Pero esa frase se quedó grabada en mi memoria y prácticamente es lo único que recuerdo de aquella noche de tertulia y borrachera. El tío murió algunos años después sin posesiones, se fue ligero, pero acumulo una riqueza de memorias y momentos.
Hoy la vida se ha convertido en un teatro de consumo y la humanidad es un complejo tejido de deseos y anhelos. Existe un particular apetito vehemente que nos deshumaniza cada vez más por la necesidad de acumular, a tal punto que estamos relegando a un segundo o tercer plano las experiencias que verdaderamente enriquecen. Esta obsesión arraigada por acumular bienes se ha convertido en un fin en sí mismo; es decir, en la idea errónea y absurda de que la acumulación es una forma de «felicidad instantánea». Habría que empezar entonces por replantear qué es la felicidad.
Históricamente podemos ver cómo el ser humano ha tenido una obsesión descabellada por almacenar bienes materiales, tierras, objetos brillantes, dinero, etcétera; como si de eso dependiera la seguridad y la felicidad eterna o como si fuera la cura infalible para llenar los vacíos emocionales o existenciales.
Hace algunos años, en un vuelo de México a Washington, leí un estudio que proponía que la felicidad está más ligada a los recuerdos de momentos que de adquisiciones de cosas materiales. Es decir, al recordar el pasado, nuestra mente se enfoca en memorias de experiencias como cenas con amigos, viajes, reuniones familiares, conversaciones e incluso momentos de tristeza; y al revivir esos momentos volvemos a ser felices, como si los recicláramos. Según el mismo estudio, pocas veces recordamos cuándo compramos o adquirimos bienes materiales.
Así mismo, en un artículo de Los Angeles Times titulado «Los buenos recuerdos podrían ser el secreto de la felicidad» se dice que Meik Wiking, director ejecutivo del primer «Instituto para la búsqueda de la felicidad» del mundo en Copenhague, Dinamarca, asegura que «la felicidad depende en gran parte de la relación que tenemos con nuestro pasado, de los recuerdos que guardamos de aquello que sucedió y de la capacidad para construir un relato positivo de nuestra propia vida». Por lo tanto no cabe duda de que acumular experiencias nos genera una satisfacción mayor que la de acumular bienes materiales.
Pero estamos atrapados en un laberinto de consumo. Llenamos nuestros espacios y nuestras estanterías de cosas que apenas utilizamos, mientras que nuestras mentes y corazones se quedan sedientos de experiencias auténticas y significativas. Entonces ¿qué es lo que nos impulsa a este frenesí de posesiones? ¿Es el miedo a la escasez o la necesidad de tener una falsa seguridad en este mundo incierto? ¿Sera la presión social, el deseo de encajar en un molde predefinido de éxito y estatus? Sea cual sea la razón, nos encontramos perdidos en una confusión de objetos, buscando desesperadamente algo que nos dé un sentido de plenitud.
Al final las cosas materiales son efímeras y con altas probabilidades de olvido. En cambio, las experiencias y momentos específicos de nuestra vida, para bien e incluso para mal, perduran en nuestra memoria. Quizá despojarnos de esa falsa seguridad que nos da el consumismo desenfrenado nos ayude a abrazar la simplicidad de disfrutar el momento, lo sencillo de vivir ligero y, como dijo el tío Chema, ser conscientes de cuántas cosas no necesitamos.
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