Hace unos nueve años estaba recién desempleada preguntándome por qué tuve la cuestionable gran idea de estudiar literatura. Pasaba las mañanas escrutando sitios de empleo, preguntándome si algún día podría trabajar en lo que realmente amo o si debía comenzar a tallarme un headset de call center.
Un día me topé con un anuncio para audiciones en un programa dedicado a la lectura. Envalentonada, envié mi currículum y recibí una llamada para audicionar. Llegué al estudio con algo de miedo, preguntándome si esta era una buena treta para extraerme los órganos porque es más fácil encontrar un trasplante de hígado clandestino que un lector empedernido en Guatemala. Mi audición fue breve: hablé de cuánto me gusta Virginia Woolf y contesté un examen escrito. Un par de semanas después me llamaron para confirmarme mi nuevo trabajo en una editorial, pero al día siguiente recibí la llamada que definitivamente cambió mi vida y mi relación con los libros.
La Ciudad de los Libros es un web-show creado y producido por Mario y Mariel Menéndez, una pareja que decidió donar conocimiento y curiosidad a un país cada día más cínico e ignorante. Ellos me presentaron a Carmina Valdizán y Luisa Fernanda Toledo, mis coproductoras y conductoras que poco a poco se convirtieron en las amistades más enriquecedoras de mi vida.
En la última década he ganado y perdido amigos, cambiado de estilo y de peinado, y me he mudado de trabajo desde aquella famosa editorial. Pero en todos estos años, la gran constante en mi vida ha sido este programa: un ritual mensual donde puedo olvidarme de todo, tomarme una copa de vino y clavarme en una apasionada (y a veces acalorada) conversación sobre libros.
Tengo colegas para comentar la intrincación académica e intertextual de la buena literatura, pero en La Ciudad de los Libros tengo amigas que me han enseñado a repensar mi relación con los libros. Me he sumergido en temas y títulos que jamás habría siquiera considerado, como la política, la neurociencia o la historia antigua. He analizado al infame Paulo Coelho, he leído el ladrillo Patria de Aramburu, y he pasado por lo menos una hora debatiendo lo tonta que es Emma Bovary.
Cuando era una jovencita impopular y enojada, los libros eran mi consuelo: una experiencia que recompensaba mi curiosidad e intelecto. Luisa y Carmina me enseñaron a abrir mi mente y mi corazón a interpretaciones más personales y alternativas que retan mis capacidades. Y quizá lo más bello y valioso que me han enseñado es la paciencia. Tardé decenas de horas en terminar IT de Stephen King y me tomó unos ocho años leer La carne de Rosa Montero sin catalogarla como chiste, pero ambas experiencias me han llevado a ser más consciente y comprensiva con realidades que retan mi muy cómoda «verdad personal». He adoptado nuevos autores favoritos y me he enfrascado en géneros que mis colegas literarios seguramente verían con desdén, desde los thrillers hasta la autoayuda —de hecho, mucho de lo que leí en este programa me motivó a salirme del cajón literario para tener una carrera en publicidad y desarrollo comercial, pero esa historia es para otro día.
He aprendido que hasta los malos libros pueden traer una buena experiencia, y con eso he tomado una nueva perspectiva que incluso formó mis dos libros ya publicados. Sin mi residencia en La Ciudad de los Libros, jamás habría reunido el coraje para escribir una novela o editar a otros autores que decidieron lanzar al mundo sus memorias, manuales, novelas, poemarios, guiones, tesis y vademecums. Tampoco habría conectado con autores, lectores y editores que me han dado las charlas más divertidas y emocionantes que he tenido en la vida.
Pero lo que definitivamente me faltaría sería la amistad de estas personas que me han apoyado y celebrado sin peros ni preguntas: Mario, Mariel, Luisa y Carmina son tan constantes, fieles y queridos para mí como aquellos libros que jamás presto.
Feliz aniversario, amigos.
Estén pendientes del siguiente episodio.
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