La historia de los dioses es tan vieja como la del ser humano cuando adoptó la posición erguida. Casi podría decirse que con el desarrollo de la corteza cerebral surgió por primera vez la aparición del pensamiento mágico y, con ello, se sentaron las bases de la religión. Es que con los primeros atisbos de conciencia las personas se fueron dando cuenta de su propia vulnerabilidad y esto les generó un sentimiento de abandono y orfandad en una naturaleza tan hostil y diferente a los paraísos terrenales que, miles de años después, se describieron en tantos manuscritos de civilizaciones antiguas que se desarrollaron en Asia Menor o a orillas del Nilo.
Como toda creación cultural, la expresión religiosa también fue evolucionando, pero al mismo tiempo se empleó para ejercer poder y subyugación, utilizando el miedo como arma persuasiva para la sujeción de la manada, el clan, la horda o la tribu. Probablemente en esa fase de la evolución religiosa aparecieron los primeros precedentes de la tradición judeocristiana, que ha arrastrado consigo un cúmulo de saberes de orden moral enmarañados y difíciles de deslindar de una milenaria tradición oral impregnada de motivos fantásticos y supersticiosos. Es esta tradición, reinterpretada de tres maneras distintas durante la Edad Media —judía, cristiana y musulmana— la que heredamos y que hoy rige casi la totalidad del hemisferio occidental.
Desde muy pequeño relacioné a la oración con el miedo. Recuerdo la madrugada del terremoto de 1976 en la ciudad de Guatemala, en la que la gente clamaba a los cielos y rezaba afanosamente, como si la oración por sí sola fuera capaz de calmar la naturaleza. Luego he visto rezar de manera desesperada a la gente en situaciones terribles y traumáticas cuando se ven de cara a la muerte.
Aunque estoy seguro de que muchas personas han experimentado una sensación de placebo al orar y al tener lo que ellas llaman «una experiencia religiosa», también he llegado a la conclusión de que la mayoría de las veces las personas recurren a la oración en sus momentos de mayor desesperación y pánico, como si a través de ella hubiéramos conservado ese vestigio religioso de las épocas primitivas, cuando nos sentíamos desvalidos guiñapos a merced de las fuerzas superiores.
Desde este punto de vista es comprensible cómo la misma oración en realidad tiene la fuerza de un agente multiplicador del pánico.
En realidad, debe respetarse el hecho de que cada persona rece u ore cuando quiera, siempre que lo haga en la intimidad de su hogar o del templo al que asista, pero resulta molesto cuando un líder político, desde el aparato estatal y valiéndose de los medios de comunicación, lance una campaña «oficial» sobre la oración y el ayuno para evitar la propagación del COVID-19, como sucedió hace unos días con el presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei.
Pero el asunto va más allá de hacer entender que, en un Estado laico, este tipo de campañas no tienen sentido. Se refiere más bien a un asunto de salud pública. Hoy más que nunca, ante la amenaza del coronavirus, necesitamos que la gente mantenga la cordura y no entre en pánico. Que cada uno rece en privado, si es que la oración lo hace sentir bien; pero colectivamente, el poder de la oración parece ir encaminado a despertar el pánico y el sensacionalismo entre la población.
Por lo demás, aparte de ser un atentado a la salud pública, quizá lo que más molesta de esta campaña de oración es el despliegue de hipocresía por parte de la clase política que lo ha impulsado, pues es esta misma clase política la que ha devastado el Sistema Nacional de Salud. Pareciera que ahora se quiere tapar con oración y abstinencia los recursos que se embolsaron y conducen a la gente al despeñadero de la superstición y la irracionalidad.
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