El mundo conocido cambió radicalmente entre la noche del martes 5 de noviembre y la mañana del miércoles 6, cuando desperté cansado y con una resaca inmerecida. Mis gatos estaban hambrientos; mi casa, silenciosa. La oscuridad apenas estaba empezando a ceder ante la luz mañanera. Todo parecía igual, pero nada era lo mismo.
La derrota del partido Demócrata —esa resaca sin alcohol— no constituyó una gran sorpresa. Lo realmente descorazonador fue su magnitud. Quienes desde el 2016 nos habíamos opuesto a Donald Trump nos quedamos sin argumentos: Trump había ganado el voto popular y el colegio electoral, los llamados estados «bisagra» fueron suyos y, finalmente, las minorías mostraron que no eran un sólido bloque demócrata, sino que podían cambiar su opción política sin dudarlo. Incluso zonas geográficas que se daban por bastiones del partido Demócrata se resquebrajaron.
Los días que precedieron a las elecciones fueron de gran tensión. Algunos amigos incluso pasaron noches sin dormir. Ese no fue mi caso. La campaña electoral me tenía harto desde que Joe Biden intentaba, por todos los medios, seguir como candidato a pesar de su baja popularidad y de las trampas que la memoria le ponía una y otra vez. Cuando finalmente cedió la candidatura a Kamala Harris, me sumé a la ola de entusiasmo por razones que ahora parecen insuficientes: quería apoyar a una mujer, sobre todo a una mujer de color. Lo que no pude entender es que para muchos votantes esa candidata representaba lo opuesto a sus aspiraciones.
Sí: por una parte había un racismo y un sexismo poco disimulado —Trump se refería a Kamala Harris como tonta, incompetente y risible— al que los medios y el partido Demócrata respondieron débilmente; por otra, la defensa de las minorías étnicas y raciales se sumó a las acusaciones contra una supuesta élite desconectada de la realidad. Eso no era nuevo, pero la profundidad de la brecha sí que lo fue.
Mis amigos insomnes no han podido asimilar la derrota. Como parte de su duelo condenan a los votantes republicanos, llamándolos «dopados», «adormecidos», «manipulados» y «brutos». Tanta superioridad moral me preocupa. Otra expresión de pérdida y rabia es el deseo de que todo se vaya al carajo. Los más recalcitrantes están a la espera de que todo empiece a marchar mal. En cierto sentido, su expectativa es que un castigo divino caiga sobre el país y sobre el resto del mundo, para castigar a ese Estados Unidos que ya ha olvidado las lecciones de la primera administración de Trump.
Pero igual que mis amigos y yo, los votantes republicanos sí recuerdan, aunque las memorias a cada lado del espectro sean selectivas. Yo recuerdo el giro a la ultraderecha de la Corte Suprema; otros, el bajo costo de vida. Me enfurece la simpatía de Trump por el autoritarismo, mientras que a otros les importa más que el país no se involucre en conflictos internacionales. Yo jamás aceptaría a un presidente corrupto y manipulador, otros ven en Trump al hombre «de a pie» que sabe comunicarse con ellos y entender sus necesidades.
Voces apocalípticas anuncian el fin del partido Demócrata, pero la política es un animal veloz que se desplaza de un punto a otro en un abrir y cerrar de ojos. Lo mismo hacen los pueblos libres. Yo quiero ser parte de un cambio, aunque no sé por dónde empezar. El miércoles, día después de las elecciones, mi excusa para no hacer nada fue sentirme «ya de salida». Sin embargo, me resulta casi imposible mentirme a mí mismo. Algo tendrá que pasar y no quisiera delegar el futuro en quienes vienen detrás, sino más bien construirlo en comunidad.
[Foto de portada: propiedad de Free Malaysia Today]
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