A más de alguno nos tocó leer la Ilíada como parte del currículum escolar. Y más de alguno nos preguntamos qué podía enseñarnos un libro escrito hace tres mil años. Operábamos quizás bajo la interpretación Whig de la historia, aquella que afirma triunfante que el presente sustituye al pasado y que, por ende, no hay nada útil en Homero que no exista en Hollywood, Broadway o Netflix. Sin embargo, Sarpedón, héroe de la Guerra de Troya, opinaría diferente.
¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas de Janto?
Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios […]: No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia, y si comen robustas ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios.
(Ilíada. Canto XII. Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Lo que se nos presenta en este fragmento es una idea que en la antigüedad no tenía mucho de ficción. Los reyes y príncipes podían estar colmados de privilegios, pero un privilegio que casi nunca tenían (ni habrían querido tener) era el de esconderse en la seguridad de sus palacios mientras su pueblo derramaba sangre. Por el contrario, la tan intuitiva ley del balance demandaba de los nobles un sacrificio proporcional a las comodidades que gozaban.
Los ecos de esta convicción los encontramos a través de la antigüedad. Leónidas, Alejandro Magno, Aníbal y Ciro el Grande habrían encontrado vergüenza y deshonra en huir de la pelea, pues, como dice la Biblia, «a todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se demandará de él; y al que se le haya encomendado mucho, más se le pedirá» (Lucas 12:48). Estos ecos continúan y se amplifican en la Edad Media con el noblesse obligue, expresión francesa que significa «[la] nobleza obliga» y fue encarnada por personajes como Charles Martel (y su nieto Carlomagno), Balduino IV, Ricardo Corazón de León y el Cid Campeador.
A medida que nos adentramos en la era moderna, los ecos se vuelven más tenues. Pedro el Grande de Rusia y Federico el Grande de Prusia dirigieron personalmente a sus tropas en el siglo XVIII. Napoleón y Nicolás II fueron notables por hacerlo en el XIX, así como también Jorge II, último monarca británico en ver el campo de batalla. Los nobles no se quedaban atrás; a los duques de Marlborough y Wellington los recordamos tanto por su influencia política como por su valentía ante las armas.
Tras la Segunda Guerra Mundial los ecos prácticamente se detienen. Algunas familias prominentes siguen viendo el servicio militar como un paso necesario por el que sus hijos deben pasar, pero verían inaudito someterlos a roles de combate. Otros deciden no solo ahorrarse el riesgo, sino también la incomodidad; y descartan la idea por completo.
Lo que es cierto es que ni el jefe de Estado, ni el aristócrata ni el general moderno sienten vergüenza de mandar a su pueblo al matadero mientras que ellos se refugian en un búnker. Existirán justificaciones racionales —como que el líder es, acaso, demasiado valioso como para exponerlo insensatamente a las balas—, pero en el fondo sabemos que ninguna de ellas refleja aquellas lecciones de liderazgo, valentía y honor que encontramos en la Ilíada.
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