Al parecer, todo apunta a que las elecciones se realizarán el próximo 6 de septiembre mientras el Tribunal Supremo Electoral promete garantizar el cumplimiento de la voluntad del pueblo, haciendo caso omiso de su verdadera voluntad e ignorando las acusaciones directas que lo evidencian como cómplice de la farsa. Cada día se acerca más al domingo temido en el que nos despertemos a depositar en las urnas nuestra aceptación (o rechazo) de esta debacle democrática. Una especie de suicidio colectivo avistado por quienes gritan desesperados por evitarlo.
En medio de la crisis política que señala al fantoche presidencial y su deplorable gabinete de estar involucrados en actos de corrupción, resulta una burla terrible el hecho de que despertemos un ´día para ir a votar. El lugar común que compara las elecciones con una “fiesta” pareciera estar anunciando todo lo contrario. Las instituciones que se esmeran en incentivar el voto, que invitan a pensarlo, lo hacen en medio de un sistema en el que el pensamiento político ha sido evitado a toda costa por pura conveniencia. Por desgracia no hemos sido nunca un país, sino el chiste de un país que se hace llamar como tal solo para mantener una estructura de tributación y explotación que poco ha cambiado desde la época colonial y que mantiene a una clase política parásita y a un cínico y desigual sistema económico.
Lo único afortunado de esta crisis es que nos percatamos de ella y, espero no pecar de iluso al pensar que también nos percatamos de que no somos un país, que no lo hemos sido nunca y que nuestra lógica de bienestar y de generación de riqueza está viciada y necesita transformarse. Tal vez nos hemos percatado también de que ya es hora de comenzar a serlo, de comenzar a escribir la historia de este lugar llamado Guatemala que por fin está saliendo de una larga y traumática adolescencia.
A pesar de todo esto, voy a ir a votar al Jícaro. Hay un montón de argumentos para el abstencionismo y escribirlos aquí sería abrir un debate de nunca acabar entre quienes están a favor y en contra. No quiero convencer a nadie de que vaya a hacerlo porque no lo haría si confiara lo suficiente en mis principios. No es que crea en algún candidato o en algún grupo de diputados; al contrario, no creo en esta mierda de elecciones que se avecinan y, tristemente, tampoco creo que las cosas vayan a cambiar demasiado con mi abstencionismo. Abstenerme sería una auténtica manifestación de mi descreimiento, pero también la aceptación tácita de su resolución. Lo hago más, tal vez, como una negación a claudicar pasivamente. No quisiera estar esperando sentado otros cuatro años de derrota. Iré a votar aunque hacerlo sea como jugar un juego sucio, legitimar un sistema fallido, y sin embargo siento que así como es vergonzoso jugar ese juego, también hay algo de lucha en el voto. Una traza de dignidad en rehusarse a darse de antemano por vencido.
La palabra candidato viene, creo yo, de una voz latina que significa brillante, limpio. Como adjetivo significaba “quienes visten de blanco”. Tal vez alguien que lea esto puede corregirme. Según entiendo, esta palabra se utilizaba para distinguir a los aspirantes a cargos públicos en la antigua democracia romana. Un color que se relacionaba con la probidad, la integridad y la pureza de quienes más adelante ejercerían el “poder del pueblo”; pero al parecer, la historia del lenguaje nos ha jugado una broma demasiado triste.
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Yo también votaré, porque por el momento es la única opción. Ya no hay tiempo para reformas.
A votar y no perder la esperanza que los funcionarios electos teman y hagan las cosas bien. Luego de eso, vemos si es necesaria una revolución, y por supuesto, a comenzar a formar grupos de cambio para que en el futuro no digamos que no hay buenos candidatos.