Una buena parte del mal cine estadounidense está hecho para justificar crímenes de Estado y relaciones políticas intervencionistas a conveniencia de su soberanía económica. Actos violentos en los que los gringos están siempre en una posición para ellos justificable, y cuyos resultados son necesarios sin importar las muertes, los ataques, las guerras. El enemigo siempre es “un otro” desconocido y despiadado, cuya esencia humana está envenenada por la envidia, la crueldad, la sed de dinero o el afán (por demás absurdo) de conquistar el mundo. La intención ni siquiera aparece bien disimulada. Muchas veces las películas están mal logradas técnicamente y son idénticas en su estructura, variando únicamente la nacionalidad, el idioma, el color de la piel y el nombre del enemigo y algunas características superficiales del héroe: un patriota, generalmente hombre, generalmente blanco, dispuesto a morir y matar (eso es lo de menos) por su país. Este deseo lo materializa masacrando poblaciones, matando a sangre fría a terroristas o salvando al presidente o a un grupo desesperado de estadounidenses indefensos de una situación de rehenes.
Esta construcción de un otro monstruoso encaja con la mitificación del otro a partir del miedo inconsciente, como propone Julia Kristeva. El ego occidental estadounidense está puesto cínicamente en el centro del mundo y enfrentado, como diría Roger Barta, a otredades bárbaras e incivilizadas.
Lo más triste de esta situación es que la tosca demagogia de estas películas no limita su gusto al público estadounidense, hacia el cual está al parecer destinado, sino que extrapola sus fronteras al cine mundial. Así en países pequeños pero con deudas grandes como el nuestro, y con una carencia enorme de representación política, hay personas que se enraízan horas enteras frente al televisor (un televisor que generalmente es de enormes dimensiones, proporcionales únicamente a las deudas a “corto” plazo de sus tarjetas de crédito) o la sala de cine, sedientos de entretenimiento, viendo cómo los gringos “matan a los malos” y salvan el mundo.
Cómo interpretar esta autosatanización, esta alarmante aceptación nuestra como incivilizados inferiores. Los valores que nos gusta admirar en los héroes no solo son ajenos, sino también despiadados. Lo que condenamos de los alemanes salvajes de las películas de la Segunda Guerra Mundial, o de los afganos o paquistaníes terroristas, o de los africanos explotadores animalizados, o de los norcoreanos que toman la Casa Blanca, o (vaya cinismo) de los latinoamericanos invisibilizados y presentados como el lastre social incómodo y problemático de la gloriosa sociedad estadounidense, todos esos antihéroes se parecen a nosotros, pues están hechos para representar nuestro papel amenazador en su mundo. Este tipo de películas forman parte de un proceso de legitimación de la sociedad del bienestar gringo; un genuino acto de terrorismo de Estado cuyo único fin es incrementar el miedo necesario para mantener el orden público (ya lo decía Maquiavelo: un gobernante debe ser temido o amado, pero nunca odiado). Lejos de darnos cuenta que ese “otro” satanizado somos nosotros, ni siquiera podemos ver la simpleza de sus tramas, la similitud llana de sus personajes. Preferimos pagar por ir a verlas al cine y estamos bien.
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