Pobreza


Carlos_ Perfil Casi literalAhora que las hordas masivas abarrotan los centros comerciales y los supermercados, es un buen momento para señalar sutilmente lo retorcida que está nuestra concepción de bienestar. Hace unos días tuve que visitar un supermercado y lo que más percibí fue angustia, un miedo terrible asomado en todos los rostros que perdían su mirada en el tapizado de publicidad que cubre el horizonte mientras extendían una temblorosa tarjeta. Y es que en definitiva, el advenimiento del fin de año nos llega con tristeza. La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de 2015 indica que la pobreza subió de 51.2% a 59.3% en Guatemala. Un incremento realmente alarmante, desesperanzador y desalentador; pero vamos, qué son esas cifras, esos porcentajes nada nos dicen del hambre, de la muerte que se acomoda bien ya en nuestro imaginario. Como siempre, los números se han de quedar cortos. Obviamente la encuesta no tiene al parecer relevancia alguna. Al menos no parece tenerla más que la que tiene la abrumadora cantidad de información trivial —y no tan trivial— con la que los medios nos saturan a diario.

Y es que el sistema económico en el que vivimos no se basa en el libre mercado sino en la desigualdad, el conformismo y la sobreabundancia de satisfactores a corto plazo. Está basado en una larga cadena de explotación laboral históricamente construida sobre la escasez desigual de recursos y oportunidades; y fundada en la procedencia geográfica, la pertenencia étnica y cultural y el nivel de acceso o dominio a determinados saberes. Por eso, a principios de año vimos cómo se jactaba el entonces presidente de Guatemala del crecimiento del PIB del año pasado. ¿De qué sirve si cada vez estamos demostrando más nuestro fracaso como país, como sociedad, como humanidad?

(En realidad no tenemos un país: tenemos una madeja desordenada de palabras en la boca del estómago, a punto de salir, reprimidas en el último minuto junto con el hambre, el sueño, la vida. Palabras furiosas, nacidas desde el hígado y el corazón y el cerebro lentamente atrofiado. Como la náusea. Tenemos libros e ira, un arte nacido de la furia y del dolor. Y tal vez eso sea lo más parecido que tengamos a una patria. Y vemos la sangre en las banquetas de las calles y en los moños de luto colocados sobre los radiadores de los autobuses y en los techos idénticos de las casas de colonia y en los ojos entornados de los guardias de seguridad. Y la sangre se nos mete entre los oídos como la música fúnebre con que celebramos la muerte cada año, en Semana Santa. Como la música caótica que enmudece las palabras y colma con su tristeza los oídos desde el silencio sin esperanza en el que nacimos. Desde esa patria silenciosa que nos vendieron tan lejana a la sangre derramada con que construimos nuestras casas, nuestros templos, nuestras escuelas, nuestras iglesias paradójicamente ostentosas, nuestros parques, nuestros pequeños y desahuciados sueños).

Así, esa es la tristeza que precede a estas fiestas. Rodeadas de frío y hospitales quebrados. A quienes las celebran les deseo una temporada agradable. A quienes no, también les deseo una temporada agradable y una dosis más de paciencia.  A estas alturas es difícil hablar de esperanza, pero nada perdemos tampoco con esperar que el otro año sea un poco mejor que este. Que aprendamos más, que vivamos más y padezcamos menos de lo que hoy padecemos.

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