Me abstendré de recordar a los lectores cómo Verlaine acuñó el término de poetas malditos hacia 1884; en un comentario crítico de seis autores, entre los cuales destacan Rimbaud y Mallarmè. Me abstendré también de ahondar en frivolidades filológicas, omitiendo que más tarde varios estudiosos añadirían a esta lista otros nombres como los de Villon, Baudelaire, Keats, Oscar Wilde, Poe y hasta el del mismo Verlaine. ¿No sería justo que añadiéramos otros poetas como los favoritos Lovecraft y Bukowski?
Luego de esta fragrante elipsis no puedo más que reflexionar sobre qué otorga la condición de maldito. En lo personal, considero que esta clasificación –como toda clasificación literaria- no es sino un absurdo, un juego de teóricos sabihondos que se regocijan en lecturas mórbidas. Sin embargo, cada vez he ido observando cómo este título se sigue otorgando, incluso a ciertos escritores posmodernos en castellano, como ha sucedido con el español José María Panero.
Este asunto sigue complicándose, pues nuestra enumeración parte desde el siglo XV hasta nuestros días. Transcurrimos por diversidad de fechas y regiones, también de estilos. Ser un poeta maldito no es ya exclusividad del simbolismo, o del decadentismo; se ha vuelto más bien una manera de expresión que atenta contra el discurso establecido por las jerarquías políticas y económicas, visibilizando lo grotesco, podrido y degradado.
El poeta maldito busca la inversión de los signos de poder instituidos, oponiéndoles signos nuevos: la pobreza, la suciedad, los vicios, los delirios, la homosexualidad, la locura, y otros elementos propios de la condición humana. Los malditos hacen palpable la realidad de los disminuidos, de los débiles y apocados. En este sentido el poeta maldito puede entenderse como una oposición a lo hegemónico.
Ello insta necesariamente al análisis cuidadoso, porque ¿quién construye qué es ser maldito? No se trata ya de Verlaine, sino de Verlaine como individuo que reproduce un sistema corrupto, y como tal censura moralmente (no sin cierto sarcasmo) esa oposición al poder, estableciendo lo que algunos podrían considerar como una lucha de clases. El poeta está maldito porque reniega de su contexto.
Por otra parte, no es de extrañar que en la actualidad la poesía haya entrado en cierto descrédito. A tal grado que muchas casas editoriales prefieren suprimir sus líneas de publicación de poesía, o reducirlas al mínimo. Tal comportamiento induciría a pensar que casi nadie compra poesía en la actualidad, y en consecuencia podría colegirse que nadie la lee, o se lee en forma mínima. Tal fenómeno puede entenderse como un rasgo propio de la posmodernidad, donde abunda la producción masiva de narrativa como género predilecto; lo cual sugiere que entre el siglo XX y XXI la narrativa ha alcanzado su máximo desarrollo, esperando una eminente contracción.
¿Por qué nuestras sociedades en occidente se han vuelto consumidoras de novelas y de cuentos, dejando relegado nuestro “yo” poético? ¿Acaso no maldecimos nosotros mismos a todos los poetas?
La exaltación chusca de la individualidad ha terminado por hacer de occidente un terreno fértil de narradores, quienes cada vez más terminaron por separarse de la épica, compartida en el ágora o en la plaza. Somos sociedades segregadas, de individuos aislados, que se aterrorizan por la idea de transformación. Y segregados sí que somos más manejables, como ovejas esperando el día del sacrificio; y mientras tanto leemos sobre la vida de un personaje con quien nos identificamos, todo en dócil soledad.
Es así como hemos huido de los poetas, quienes violentan no solamente el lenguaje sino la misma realidad. Hemos intentado escaparnos de todo tipo de transformación, volviéndonos incapaces de comprender cosas fundamentales como que tiritan, azules, los astros a lo lejos; o que Un carámbano de luna/ se sostiene sobre el agua.
De esta manera hemos llegado a ampliar más la inocente clasificación de Verlaine: no se trata que existan poetas malditos, se trata que nuestras sociedades han ido maldiciendo cada vez más a los poetas.
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¿Quién es Gabriel García Guzmán?
Y bueno, la generación «X» no está a la altura de Baudalaire, ni siquiera de Panero.
Si el artículo duele, algo tiene de verdad…