«De una vez por todas
me declaro mujer
de ovarios bien puestos
qué triste de mí sería
llamarme Napoleón o Rigoberto
llevando de por vida
una golondrina
sin mensaje entre mis piernas».
Juana Pavón
Conocí a Juana Pavón en el Redondel de los artesanos, en Tegucigalpa. Yo tenía catorce años y había sido invitada a tocar piano en una noche cultural organizada por Mujeres en las Artes. Juana bailaba mientras yo tocaba a Bach y esa es la primera imagen que tengo de ella. Esa noche me abrazó y besó, y mientras tomaba mis manos y acariciaba mi rostro, me dijo: «Yo tengo una hija». No entendí esas palabras. Yo no conocía a Juana, no sabía quién era esa mujer excéntrica, explosiva, que no sentía vergüenza y que pronunciaba palabras irreverentes, pero que al mismo tiempo era capaz de dar amor e iluminar con su ternura a una niña asustada de catorce años.
Pasaron algunos meses y volví a encontrarme con ella en recitales de poesía, en conciertos y en exposiciones de pintura. Hasta ese momento nunca había leído a Juana, me incomodaba escucharla en sus recitales y conversatorios sobre poesía porque sus escandalosas expresiones me hacían saltar de asombro. Yo fui criada en una familia de «buenas costumbres» de «recatados pensamientos» y este era un estilo de vida que no era permitido contradecir. Juana Pavón creaba un choque de emociones en mí porque me hacía cuestionar esos patrones tan presentes en mi diario vivir. «¿Qué cosa le ven a Juana?», les preguntaba a mis amistades cuando la citaban o la aplaudían de manera efusiva, pero ignoraban mi pregunta y yo seguía sin entender.
Pasaron muchos años. Me acompañé de la poesía y de otras lecturas durante noches, días y meses; descubrí a Clementina Suárez, a Amanda Castro y a Teresa Morejón de Bográn, entre otras, y todas ellas me llevaron a redescubrir a Juana Pavón, Margarita Velásquez Pavón (su nombre de cuna) o Juana la Loca; y a través de su poesía encontré a la mujer desmitificadora, comprendí a la mujer ultrajada, conocí a la mujer violada, me identifiqué con la mujer marginada, descubrí a la mujer valiente que con la palabra denunciaba y rompía patrones y nos daba lecciones de amor, de fortaleza y de lucha.
La poesía de Juana rompió con los esquemas tradicionales. Era mordaz y transgresora en su lenguaje, su palabra testimonial denunciaba la violencia que vivió y que sabía que vivían otras mujeres. Su tono conversacional provocaba una empatía con quien se adentraba en sus letras.
¿Por qué escribo sobre Juana Pavón? Porque Juanita me enseñó que yo era esa sujeto, la privilegiada, la no privilegiada a quien le da risa el Día de la mujer, la que calla y espera, la que tiene motivos para gritar, la que está unida a las otras mujeres porque nos une un vientre, porque «latimos… latimos…latimos! / somos río, mar/ jungla, sol/ luna y pulmón».
¿Qué le miraban a Juana? Lo que yo no podía ver en aquel entonces: su palabra inclemente, a la poeta a quien el sufrimiento humano no le era ajeno, a la madre que sufría por no estar con sus hijos e hija, a la mujer que nos daba voz a todas, a la poeta empoderada que no se preocupaba ni atendía protocolos y tradiciones poéticas, que no tenía miedo de expresar su pensar. A la mujer que vivía su poesía.
La última vez que vi a Juana fue en 2008. La encontré caminando en una calle de Tegucigalpa, nos abrazamos y me regaló su hermosa sonrisa. Le dije: «Juanita la ha leído», y me preguntó: «¿Ya leíste a Clementina y a Roberto Sosa? Ahora ya podés volar entonces, mi patito feo».
Juana ha muerto hoy y hago mías las palabras del maestro Carlos Lanza: «A todo cielo, a todo mundo, como mueren las poetas, ha muerto la poesía mujer o la mujer poesía, ha muerto de vivir y de soñar».
Celebro y agradezco su vida, su locura divina, su explosión, su ternura, su inmensa palabra.
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¿Quién es Linda María Ordóñez?
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