Un retazo de la Comedia del Arte en el teatro guatemalteco


Leo

Es arcaico pensar que para ofrecer al público un buen espectáculo, el teatro tiene que mostrar forzosamente una parafernalia escenográfica que incluya el más mínimo detalle realista y un sinfín de trucos técnicos de carácter efectista, principalmente si hablamos de textos considerados clásicos, tomando como punto de partida la caracterización del clasicismo como la tendencia artística anterior al parteaguas que significó el romanticismo y que marcó la división entre arte clásico y arte moderno. De hecho, no hay obras dramáticas más impostadas y ajenas al realismo que aquellas que se clasifican en el período que abarca del Renacimiento europeo a la producción neoclásica del siglo XVIII.

Sería un público muy ingenuo el que reclame, en aras de la verosimilitud y bajo el argumento de la actualización de los temas clásicos una puesta en escena que retrate fielmente el ambiente físico y exterior de una época. De hecho, diversos teóricos del teatro desechan esta idea por anticuada y, principalmente, porque el punto medular que mantiene en vigencia la existencia del teatro, a pesar del arribo de medios tecnológicos —como el cine, la televisión y la producción multimedia—, es el uso adecuado de los medios físicos del actor. El milagro del teatro es capaz de subsistir, entonces, gracias a los recursos insustituibles del actor: la voz y el cuerpo. Es el actor quien, en un tiempo y espacio contemporáneo al del mismo público, tiene la capacidad de recrear con su instrumento psicofísico la riqueza de expresiones y movimientos que caracterizan, más que una época con sus costumbres y usanzas, una un género y estilo preciso dentro de la historia del teatro universal: la comedia italiana de enredos e intrigas de influencia rococó en la que se rescatan a los retoman a los personajes de la Comedia del Arte.

Otro error generalizado es que cualquier espectador en potencia, por lo común desde una postura prejuiciosa de xenofilia, podría pensar que este milagro de prestidigitación solo sería apreciable en el trabajo de una compañía extranjera y no en el de artistas nacionales, que, según ellos, apenas van saliendo de un oscurantismo en esta era de información. Pues la noticia, afortunada para el teatro guatemalteco, es que poco a poco las compañías nacionales van demostrando que sí pueden enfrentar estos retos con éxito, y que paulatinamente y tras muchas horas de trabajo, pueden ir cambiando esa visión malinchista de la población en general, con el fin de acercarla más a nuestras salas de teatro.

Pero volviendo al hilo central de esta disertación, me quiero referir en esta ocasión a la puesta en escena propuesta por Thriambos Producciones Teatrales y su elenco juvenil que presentó durante marzo la temporada de la obra Arlequín, servidor de dos patrones, de Carlos Goldoni, dirigida por Alfredo Porras Smith, en el Teatro de Cámara Hugo Carillo del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias y que aún se presenta en Soloteatro en funciones de domingo a las 17:00 horas. Tan solo acompañada por algunos elementos escenográficos en un teatro que se experimenta vacío en casi todo el tiempo de representación, los actores poseen el virtuosismo para hacer volar la imaginación del público por medio de sus recursos vocales y corporales.

Ignoro si los actores y el director conocen y aplican deliberadamente principios de la técnica de la Comedia del Arte o si el histrionismo que muestran en escena es más bien producto de una acertada intuición combinada con un condicionamiento corporal disciplinado. Lo cierto es que los resultados se hacen evidentes ante unas interpretaciones tan bien caracterizadas que no necesitan apoyarse de elementos externos para darnos una idea precisa de estos personajes arquetípicos, pero al mismo tiempo, dotados de personalidad propia.

A este respecto, quisiera detenerme específicamente en el personaje de Arlequín, interpretado por el joven actor César Gabriel, estudiante de la Escuela Superior de Arte de la Universidad de San Carlos, quien manifestó, sin llegar a encuadrarse en el estereotipado gesto de la pantomima, un control corporal bastante riguroso, además de una extremada limpieza y precisión de movimiento dignos de admirar, todo esto, acompañado de un carisma natural que dotó al personaje de cierta profundidad e individualidad en la medida que los arquetípicos personajes de la Comedia del Arte italiano lo permiten. Su actuación marca el ritmo ágil, jovial y festivo de la pieza, a la cual se le adicionan naturalmente las intervenciones de los demás personajes, quienes no por eso menguan en su calidad interpretativa. Entre ellos destacan Milton González, quien encarna de manera sostenida y muy bien lograda a Pantaleón de Bisognosi; Gaby Guerra y René Juárez, quienes caricaturizan con mucha calidad a Briguella y Florindo Aretusi, respectivamente; y Elisa Rezzio, que junto a Arlequín equilibran la trama argumental “más seria” con sus graciosas intervenciones.

También participan el dúo formado por Javier Aldana y Orlando Reynoso, quienes caracterizan al despechado e impetuoso novio, Silvio Lombardi, y a su padre, el doctor Lombardi, respectivamente, quienes buscan vengar la afrenta que reciben de la familia Bisognosi al romper, temporalmente, el compromiso de Silvio con su novia, Clarisa de Bisognosi, interpretada por Doris González. Este rompimiento sucede por la irrupción intempestiva del novio que se creía muerto, pero que en realidad es su hermana Beatriz disfrazada, representado por Stephanie Faugier. Finalmente, no debe pasar por alto la intervención acertada de los criados, asumidos por Alejandro Pernillo, Josselyne Sosa y Gladis Moreno, quienes a manera de coro juegan un papel fundamental en la composición plástica de la pieza.

Por cierto, no puedo cerrar esta exposición sin mencionar dos aspectos más de interés. Por un lado, el trabajo de dirección de Alfredo Porras Smith, director de teatro con muchos años de tablas y con una exquisita cultura en la historia de la dramaturgia, cultura que le ha proporcionado una visión estilística muy acertada y una concepción plástica muy particular de la distribución de los actores en el espacio escénico. Estos dos hechos se han convertido en una especie de sello personal en todos los montajes que dirige y que, en este caso particular, no podía dejar de faltar. A pesar de la casi ausencia de elementos escenográficos, la composición espacial de volúmenes, formada casi exclusivamente por los cuerpos de los actores, fue rica y variada en el uso de planos, niveles y profundidades. Fueron apenas un par de escenas en las que prevaleció la monotonía de la línea recta las que rompieron esta riqueza de composición. Por lo demás, poco significativo fue el uso del arco formado por cortinajes casi en el área del ciclorama, en cuyo centro podía leerse el apellido del dramaturgo. Poco significativo porque fue un elemento al que no se le dio mayor uso y cuya existencia no se justificaba dentro del contexto escénico. No obstante, estas nimiedades no lograron disminuir el valor de la puesta en escena total.

El segundo aspecto que llamó la atención es el estudio acertado que se hizo al diseñar y realizar el vestuario que, sin ser muy ostentoso, correspondía con mucha exactitud al de los personajes originales de la Comedia del Arte, principalmente al del protagonista Arlequín, con su atuendo romboidal colorido y parchado que, aunado con su histriónica actuación, acentúan sus características de “héroe pícaro”: la vulgaridad, la grosería, la astucia, la bobería, la ingenuidad, la sensualidad y la dejadez. No así, se descuidó un poco la indumentaria de los criados, que reflejan una moda atemporal un tanto peligrosamente ecléctica. En compensación, el uso de máscaras y la representación de usos, como la coreografía de esgrima, contribuyeron a dar vida al juego escénico.

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