Después de muchos años regresé a Guatemala y no voy a mentir porque hay días que son como aprender a atarse los zapatos. Volví de ese exilio autoimpuesto en el que me dejé abandonar en otro país que quizá nunca supo de mi existencia. Entonces regresé y me di cuenta de que pertenecer a Guatemala no solo se trata de las cosas grandes, sino también de las pequeñas.
Uno nunca deja de extrañar su tierra y quizá no sea algo que entienda aquel que no se haya ido por mucho tiempo. Yo lo describiría como una herida que con los años adquiere cierta costra pero que nunca deja de doler. Uno se deja arrojar en otro lado y se queda perdido con las características impregnadas del lugar de donde provino. Como cuando tu madre te dejaba en la puerta del colegio y salías a la intemperie, al frío, con un pan entre pecho y espalda y las extremidades heladas, el cabello recién peinado, la mañana que se colaba en tus fosas nasales y la sensación de abandono, porque antes estabas tibio, estaba tu madre y su olor a madre y ahora estas solo en medio de algo que te sobrepasa. Pues así uno se va de su país y nunca deja de extrañar, como ya dije, esas cosas pequeñas.
Quisiera decir que yo extrañaba que al abrir el chorro el agua saliera helada a las siete de la mañana. Extrañaba las flores, porque en Guatemala en cualquier minúsculo pedazo de tierra crece una mata con flores y nadie se da cuenta, hasta que se va de esta tierra, lo bellas y diversas que son nuestras flores. Extrañaba nuestro cielo siempre resplandeciente con ese azul tan nuestro porque no se parece al cielo de ningún otro lado en el que haya estado. También el aroma de las tardes cuando el sol se va poniendo y deja el ambiente perfumado de un nosequé que huele a pan, a café y a tiempo.
Extrañaba la comida, el sabor de los tomates, las tortillas y las manos que las hacen. Extrañaba lo casero que es todo en esta tierra porque los guatemaltecos no somos de plástico y no vamos por la vida comprando cosas prefabricadas. Pertenecer a Guatemala significa hacerlas nosotros, o las hace la abuelita o las aprendemos a hacer o buscamos a don Tono y don Chente y doña Chunita y vamos por la vida resolviéndolo todo como en esa cadena de buenos días que nos damos en las tiendas y en las banquetas cuando ese señor que te pasa al lado sonríe y ni te conoce.
Siempre voy a entender a todas esas personas que se fueron de su país y tienen esa nostalgia infinita porque cuando en ese otro lugar te preguntan ¿de dónde eres?, te atropella una oleada de lugares que pertenecen al mismo sitio y te das cuenta de que pertenecer es parte de tu identidad. Por eso cuando leo sobre esas caravanas de migrantes que los políticos y los medios se han encargado de deshumanizar como si no fueran mujeres, hombres y niños los que dejan su lugar para salir a la intemperie, al frío y al vacío —como si no hubieran dejado atrás algo que era de ellos porque ahí habían nacido—, solo pienso que nadie se puede imaginar el inmenso sacrificio que implica migrar y ese abismo que queda adentro y que nunca termina de cerrarse.
Es por ello que pertenecer a Guatemala es darte cuenta de que a veces vale la pena, dentro de tanta negatividad, ver también las cosas pequeñas.
[Foto de portada: Alfonso Guido para Casi Literal]
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¿Quién es Gabriela Grajeda Arévalo?