Dicen —después de haberse embolsado un millón de euros y revelar sus identidades— que haber escogido un seudónimo femenino para firmar sus hasta ahora tres novelas fue parte de un juego sin ninguna intención oculta de ningún tipo que surgió como las ganas de escribir a seis manos y pasársela bien en el camino.
No soy yo quizás quien deba poner en entredicho la afirmación de Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero, los más recientes ganadores del Premio Planeta. Sin embargo, hay tanto de ruido de fondo en esta historia que no resisto la tentación de intentar ponerlo en palabras.
Muchas mujeres durante muchos años hicieron lo mismo a la inversa; es decir, publicaron sus novelas, cuentos y artículos bajo seudónimos masculinos. Pero la diferencia es que ninguna de ellas lo hizo como un chascarrillo, una inocentada o un chiste íntimo.
Cuando Charlotte Brönte envió sus poemas a Robert Southey para pedirle su opinión y preguntarle si creía que eran dignos de ser publicados, recibió una misiva que decía: “La literatura no puede ser asunto de la vida de una mujer, y no debería ser así”. El libro llegó a la imprenta como obra de Currer Bell.
Sus dos hermanas la imitaron y recién después, cuando se dedicaron a escribir “otro tipo de historias” con protagonistas femeninas y tramas que no cuestionaban el estatus quo como Jane Eyre, Cumbres Borrascosas o Agnes Grey, salieron a la palestra sus verdaderos nombres.
George Sand, sin embargo, fue para siempre George Sand. Amantine Aurore Dupin no se ocupó nunca de criticar la cultura y la política de principios del siglo XVII. No fue autora de sus libros, su voz prolífica y reconocida tuvo tono —a lo sumo— de tenor y no de soprano o contralto.
Otro George que nunca fue un hombre se «apellidaba» Eliot y escribió novelas que describían con maestría, complejidad y juegos psicológicos la sociedad rural inglesa del XIX. Ahora se la reconoce como ejemplo de la literatura clásica y hay quienes saben que su identidad real correspondía a Mary Anne Evans. Otros, aún lo ignoran.
Colette, Cecilia Böl y hasta J. K. Rowling, que tan combativa se ha mostrado en contra de la comunidad trans, decidió utilizar sus iniciales hasta tener el éxito asegurado y después, solo después, presentarse como mujer.
Ahora, en Argentina, España, Francia, México e incluso en Centroamérica las mujeres están escribiendo, publicando, vendiendo y se han ganado premios y elogios de críticos y lectores. Gabriela Cabezón Cámara, Mariana Enríquez, Selva Almada, Samantha Schweblin, Guadalupe Nettel, Fernanda Melchor, Camila Sosa Villalda, Almudena Grandes y Jacinta Escudos son solo algunas de mis referentes más entrañables (por fuera se me quedan muchísimas más. Gracias a las diosas, al feminismo y al tiempo que, aunque lento, pasa y tumba las viejas estructuras patriarcales).
Ahora —en realidad hace pocos años— estos tres guionistas españoles comenzaron a publicar en Alfaguara una saga de novelas negras que tiene un libro en prensa; otro, Las bestias, ganador del Planeta; y tienen un contrato para una serie televisiva. Ellos dicen que al terminar el primero —porque no imaginaban tres nombres en una portada— empezaron a barajar opciones y alguno dijo «Carmen» y a los otros les pareció que molaba.
Así nació Carmen Mola, maestra y madre de dos o tres criaturas, nacida en 1973 que solo daba entrevistas vía correo electrónico. Es, sin duda, una buena historia, pero no puedo evitar preguntarme: si detrás de ese seudónimo hubiéramos descubierto cinco refugiados magrebíes, dos desempleados, cuatro repartidores de comida a domicilio y no un trío de hombres blancos y famosos de antemano, ¿hubieran tenido el mismo final feliz?
Si tanto se discute incluso sobre separar a los autores (pedófilos, machistas empedernidos, acosadores seriales, agresores irredentos) de sus obras, esto que acaba de ocurrir no merece siquiera una mueca de desagrado.
La lucha feminista está en pie y es urgente en muchísimos ámbitos. Este episodio no va a detenerla ni en broma, pero cuando se preguntan por qué «Ni una menos» y no «Nadie menos», todas ponemos los ojos en blanco.
Con esto —que no es más que una anécdota—, ¿qué haremos? Se las dejo picando.
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