Cuando se ha vivido en el extranjero se tiene una visión un poco más abierta a lo que en general significa la palabra patria y también de lo que significa dejar atrás el país en el que se nace. El que está afuera entiende lo que significa ser diferente a los demás: hablar distinto, buscar otro tipo de comidas, añorar otros acentos. El que se va extraña y aprecia más. Esto no significa, sin embargo, que el que se queda no valore lo que tiene. La cuestión del nacionalismo es un tema escabroso que ha cobrado importancia real en la actualidad.
Para algunos el nacionalismo está arraigado al concepto de nación y muy ligado a lo que hace a cada país diferente al resto. Para otros, el concepto tiene un cierto dejo de superioridad, como decir, por ejemplo, que “en mi país se hace esto así”, por no aceptar que lo que en el fondo queremos decir es que lo hacemos mejor o somos mejores que los demás países. Ese orgullo no es lo que preocupa, pues el orgullo de lo que uno es, de lo que uno ha aprendido, es bien justificado. Lo que preocupa, por el contrario, es la corriente aislacionista que parece encerrar el concepto de orgullo, al menos para algunas personas.
En Estados Unidos Donald Trump gana adeptos promulgando la idea de echar del país a los inmigrantes. En Panamá, mientras tanto, nos ofendemos tanto por los chistes de George Harris, un comediante venezolano cuya lluvia de amenazas hacia su integridad hizo que tuviera que cancelar su presentación en nuestro país.
La patria primero es una idea loable y, en muchos casos, tentadora. Rubén Blades cantaba que “patria son tantas cosas bellas…” y estas palabras son cien por ciento verdad. Resulta un poco alarmante, sin embargo, que no podamos reconocer que así como son verdad para nosotros, lo son también para los demás, incluso para la gente que tiene otra patria diferente a la nuestra.
Emigrar es una cuestión difícil. La mayoría de la gente no lo hace porque no desee quedarse en el país que lo vio nacer, sino porque sale en busca de mejores oportunidades, escapando de situaciones insostenibles. Y más allá de los ideales de compasión y bondad, qué feo seria el mundo si no pudiéramos entender que hasta la idea de nación cambia. Que los países, como la gente, evolucionan. Que podemos no ser todos del mismo país, pero habitamos el mismo mundo y en él somos hermanos.
Claro, no por eso estoy diciendo que no tengamos derecho a ofendernos cuando un extranjero critica a nuestro país, especialmente alguien que no lo conoce bien. Somos libres de enojarnos contra quien nos agravie, de defender lo nuestro y de juzgar a cada persona por las palabras que salgan de su boca.
Pero así como un panameño esperaría no ser juzgado en el extranjero por algo que alguna vez dijera algún otro panameño, tampoco tendría que juzgar a otro país por culpa de una sola persona. No lleven el nacionalismo al extremo de odiar a todo lo que no se nos parece. El mundo es muy grande y a todos, en algún momento, nos puede tocar ser los extranjeros. Seamos lo que queremos ver de los demás. Seamos mejores aunque no nos gusten los chistes.
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¿Quién es Lissete E. Lanuza Sáenz?