¿Quién nos va a detener?


Diana Campos Ortiz_ perfil Casi literalEn ocasión de la celebración del Día Internacional de la Niña y la Mujer en la ciencia, el 11 de febrero el Instituto Tecnológico de Costa Rica publicó un video en el que explicaba cómo quedan aún muchas barreras para que haya una participación equitativa de las mujeres en la ciencia. A lo largo de la producción se pueden ver niñas y mujeres en laboratorios, en observaciones, en experimentos y en conversaciones haciendo ciencia. El video, que es presentado por una mujer profesional en física que además es una gran poeta, termina con esta pregunta: ¿quién nos va a detener?

Es que no es poca cosa que las niñas y las mujeres tengan un acceso diferente y desigual al desarrollo profesional como científicas. No es poca cosa que el mundo científico y de las ingenierías siga siendo predominantemente masculino. La ciencia en sí misma, ese fenómeno social cargado de contexto, requiere pluralidad de miradas y de perspectivas para que sea comprometida con la realidad. Para que el desarrollo científico no sea (como ha sido en diversas, lamentables y no pocas ocasiones) una herramienta para la opresión y para el ejercicio de poder.

Desigual es el acceso de las mujeres a ser profesionales a las ciencias porque justamente la desigualdad de género en el patriarcado (como el capitalismo) tiene formas muy novedosas de reinventarse. Eso es lo complejo: las barreras y los obstáculos son sutiles y, por ende, más difíciles de percibir y de combatir. Nadie dirá en voz alta que las mujeres no pueden/deben ser científicas. Nadie, tampoco, negará que el camino para conseguirlo tiende a ser más empedrado, sinuoso, empinado y menos claro para las mujeres.

Estar ahí en el laboratorio, en el campo o en la biblioteca escribiendo notas, revisando fuentes y contrastando textos significa mucho. Muchísimo. Es una ruptura y un logro mayúsculo frente a las leyes subrepticias del patriarcado.

Mi hipótesis es que ese acceso desigual a la ciencia no es solo por la ciencia en sí misma. Sucede en las artes, en los deportes, en la política. Es el patriarcado, en su reacomodo constante, que encuentra las formas para que prefiramos quedarnos quietas en nuestro lugar en vez de movernos. Y una de estas estrategias es hacernos pensar que no podemos, no que no debemos. Que no servimos. Que no perdamos el tiempo.

Y así podemos pasar horas de horas de horas de horas cuestionando si vale la pena publicar este artículo, presentar esta tesis, proponer este proyecto, postular a este puesto, escribir este libro, pintar este cuadro, montar esta empresa. Horas de horas que podríamos, por el contrario, dedicarle a ese artículo, a esa tesis, a ese proyecto, a ese libro, a ese cuadro, a esa empresa.

Esta idea de que «no podemos» no es de generación espontánea. Es una consecuencia de lo que nos han dicho sobre cómo nos han tratado, de lo que nos ha tocado experimentar y superar.

Así que, ¿quién nos va a detener? No seremos nosotras mismas, dudando sistemáticamente de nuestra valía, vieja técnica. Mucho menos esos hombres con poder que han estado ahí desde el principio de los tiempos, diciéndonos cómo hacer las cosas. Ya no serán los profesores, ni los renombres, ni las referencias bibliográficas masculinas las que nos digan para lo que servimos, ni cómo servimos, ni cómo esperan que sirvamos.

No será el profesor de teatro el que resalta nuestro cuerpo frente a nuestro esfuerzo. No será el profesor de un taller de crónica ni el de un taller de poesía los que digan que tus descripciones son inocentes, débiles, femeninas. No será el escritor reconocido en un país pequeño, y no más allá, el que se enoje porque el premio no fue para él, alegando que vos no tenés fama, trayectoria, ni «estilo propio». No será tu amigo que tiene diploma de escritor quien te diga que el punto de giro no tiene sentido. No será el director de la carrera quien te diga que tus notas no son consistentes y que por eso no sos recomendable para una beca a la que te invitaron a postular.

No será el profesor de antropología que explica en clase que el matrimonio ha sido un consenso social y económico funcional y eficiente en la historia, y que es una lástima que las mujeres prefieran estudiar que casarse. Y tampoco será el otro que te ofrece raid después de la clase para «comentar» la materia. No será el compañero que te interrumpe siempre que hablás en clase; ese que no lee, pero pide los resúmenes que hacen las compañeras para explicar de qué van las teorías. No será el historiador que te ridiculiza frente a tu clase porque no tiene respuestas para tus preguntas y el que te haga cuestionar profundamente tu valía como investigadora para que te preguntés si tiene sentido ser una mujer joven historiadora.

Y mucho menos será el cliente que te grita cuando estás embarazada de ocho meses, diciéndote desde su lugar de poder de hombre mayor blanco europeo que tu trabajo es una mierda para no pagarte y luego publique, como si nada y con mucha pompa, ese mismo trabajo.

No serán ellos, ejerciendo sus privilegios en el patriarcado, los que nos detendrán. Nunca más. Ni a mí, ni a nosotras, ni a ninguna. Ni a mis amigas, ni mis compañeras, ni mis desconocidas y, menos aún, a las jóvenes y a las niñas que sueñan y se esfuerzan por trazar su propio camino, por crear y construir conocimiento, por explicar el mundo, por comprenderlo y, sobre todo, por cambiarlo. Nadie nos puede detener.

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